por qué no me callo

El limbo es esto

Por qué razón en mi caso se trata de tres imágenes (nube, luna y viento) lo desconozco. Pero sé que tenemos adherencias, signos de salvación a lo largo de la vida. Esos vientos existen, son de niñez y vejez, y nos llevan en volandas, hacen cabriolas con nosotros, con aparente riesgo y desatino, pero suelen ser protectores, incluso milagrosos. Me explico. En 63 años he visto las orejas al lobo en distintos periodos y países. Nunca acierto a comprender por qué me libré de tantos riesgos como corrí. Corresponde al misterio del porvenir, a los astros, a los dioses o a Dios en persona. Si hay un día y un dios estipulados de antemano en algún calendario de destinos, eso somos.

Han sido bastantes las ocasiones límite a que me refiero. En Taganana, a cubierto de sus montañas, participé activamente, en tiempos remotos, en poner a prueba mi buena estrella (mi viejo se quejaba siempre de mala estrella, no obstante nonagenario cuando su estrella, buena o mala, se lo llevó consigo). En casa eran célebres mis despeñamientos, las veces que besé los abismos, la manera histriónica en que una cabra rebelde de mi rebaño me arrastró por un precipicio, y los continuos accidentes que sufrí en los riscos de Anaga. Siempre salía ileso, con lesiones de poca monta.

Pero hubo un país y una escena que nunca podré olvidar.De todas mis resurrecciones, la más extraordinaria. Y tengo testigos. Circulábamos en moto, en fila india, cada uno en la suya, un grupo de cuatro amigos, por una carretera de Cuba. En un momento determinado, mi máquina -de alquiler- se averió y ante la amenaza de que me arrollaran los coches en dirección contraria, decidí suicidarme con cargo a mi buena suerte providencial. Nada ayudaba a ese optimismo: el paisaje a mi diestra era una hilera de árboles y piedras en la selva antillana. Cuando finalmente me arrojé al arcén del bosque ya no confiaba en otro milagro. En efecto, las piedras me recibieron y el impacto se produjo. Pero me levanté raudo como un fantasma y cuando mis amigos llegaron corriendo a socorrerme miré arriba y vi aquella nube en el cielo y enseguida la luna, y comprendí que había sido otra vez el viento, un golpe de aire, nada grave. Seguía intacto. Vivo en el cielo de Cuba. Pasaron años, con contratiempos nunca tan desmesurados. El curandero del Price me rescató un dedo que di por perdido jugando al fútbol.

Y un día viajé a Perú con el periodista Javier Cabrera, obsesionado con ver el Machu Pichu, y conocí el país y a la mujer que iba a ser la madre de mi hijo. Fue cuando hicimos una excursión a la bella laguna de Huacachina, a cinco kilómetros de la ciudad de Ica. Por la tarde, de regreso, el cielo se tornó violeta, la carretera empezó a moverse sinuosamente como una cama de agua y el taxi se detuvo para que nos apeáramos rápido. De pie en la calzada sentimos que el suelo se estremecía, de pronto oscureció de golpe en mitad de un gran apagón y nos cogimos de la mano para no caernos. Alguien de entre nosotros me miró con miedo adquiriendo conciencia del peligro que corríamos: “¿Esto es el final, verdad?”, preguntó. Otras voces le daban la razón. “¡Es el fin del mundo!”, gritó una persona a nuestro lado. Duró dos minutos y 55 segundos. Tuvo 8 grados en la escala de Richter. Hubo 597 muertos y 2.291 heridos. Aquel terremoto nos perdonó la vida hace ahora trece años. No había caído en ello cuando este sábado, un wasap de Lucía me lo recordó y se lo contamos como todos los años a Ángel, que poco después de aquel susto vino al mundo. Todos tenemos nuestros siniestros particulares. Cristino de Vera me dijo que había sobrevivido mucho. A veces pienso que el limbo es esto.

TE PUEDE INTERESAR