por qué no me callo

El otoño del patriarca

El adiós de Juan Carlos cierra la puerta de un periodo de la historia de España, que Suárez dejó entreabierta

La marcha del rey emérito no ayuda a la marca España, que es algo que se creó para exportarnos como destino turístico y que el coronavirus se cargó junto al rey, que en tiempos era la mejor marca de España en el exterior. El mismo día de la declaración del estado de alarma, Felipe VI se desentendió de la herencia del padre y le quitó la paga del Estado. Desde 2014, en que abdicó, la vida ha sido un despeñadero para Juan Carlos. Como en todo estado de descomposición brotan los malos olores. La Corona era un activo de la imagen de España cuando el rey Juan Carlos, que promovía aquellas conferencias iberoamericanas de los buenos tiempos, era bautizado como el Campeón de la Democracia. El subterfugio de bon vivant que le acompañó en los años mozos pertenecía a su biografía íntima e innombrable hasta que la prensa española rompió el pacto no escrito de silencio y comenzó a airear las aventuras del rey con Bárbara Rey y todas las demás hasta esta Corinna que amenaza con cargarse la Corona. España se ha convertido en un vodevil y una saga de cuernos reales y villarejos, donde resulta que media jet política estaba grabada en audios clandestinos de alto voltaje que ponen al Estado patas arriba tras más de cuarenta años del milagro de la Transición. Las cintas de Villarejo -el espía ubicuo de la cornúpeta nacional- superan a los vladivídeos de Montesinos, el jefe de inteligencia del dictador peruano Fujimuri. Juan Carlos se va o se ha ido tras las revelaciones periodísticas de EL ESPAÑOL, que ha bebido en fuentes de primera mano al destapar la olla del donativo del rey de Arabia Saudí acaso por el Ave a la Meca. El fango en que se ha visto metida la Monarquía compromete ahora mismo seriamente el porvenir de la institución, que ha de reinventarse desde cero con ayuda de la imagen inmaculada del rey hijo, al parecer inmarchito e inasequible a las tentaciones de la carne y el dinero. Pero es una deuda, la que deja Juan Carlos impagada, que no se salda con su salida de España, como Alfonso XIII, pero sin república, hacia el destino incierto de los mandatarios jubilados, que García Márquez retrató en El otoño del patriarca. Nuestra generación se recreaba en el tándem perfecto de Juan Carlos y Suárez. Eran jóvenes, bien parecidos, optimistas y triunfadores. Sonreían muy bien los dos. Y fueron infalibles en su hazaña de convertir la dictadura de plomo en una democracia de pastel, donde todos, desde franquistas hasta comunistas, probaron de la tarta magna. Este es un adiós que cierra el círculo de la despedida, que inició Adolfo Suárez con su muerte física y finaliza Juan Carlos con su muerte en vida tomando la puerta de salida y alejándose, como aquella foto de los dos de espaldas en un jardín. Adiós a una España y bienvenida a otra que está por hacer.

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