Escribe el periodista y académico de la Lengua Luis María Anson que la repercusión mundial de la catástrofe económica de 1929 en Estados Unidos y los errores políticos de Alfonso XIII precipitaron la caída de la Monarquía en España. Luego, el 14 de abril de 1931, tras el período dictatorial de Primo de Rivera, la proclamación de la Segunda República provocó gran alborozo popular, sentimiento de júbilo que hizo suyo el periódico La Tarde de la capital tinerfeña: “Nuestra ciudad, desbordada en estos momentos en manifestaciones y gritos de entusiasmo, ha recogido como sabe hacerlo la honda y legítima palpitación nacional. Sinceramente, con toda la devoción y el entusiasmo que nace de lo más profundo de nuestro ser, nos unimos a la vibración unánime de la nación y gritamos ¡Viva la República Española!”. Pero esta organización del Estado no evolucionó hacia el consenso y la rectitud que se esperaba, pues en su recta final derivó hacia el marxismo, lo que desembocó en el alzamiento militar y posterior guerra civil que ganó la extrema derecha del general Franco. Del comunismo más recalcitrante del Frente Popular se pasó a una inquebrantable dictadura manu militari que amordazó el bien preciado de la libertad durante cerca de cuarenta años.
Con la muerte del caudillo en la cama, el príncipe Juan Carlos, que había jurado fidelidad a los principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales del Reino, se erigirá en pieza esencial para evitar más sufrimientos. Así, una vez proclamado rey, nombrará, contra pronóstico, presidente del Gobierno a Adolfo Suárez después de descubrir sus cartas democráticas en una entrevista publicada en el semanario norteamericano Newsweek (abril de 1976) y en un discurso pronunciado dos meses más tarde en el Congreso de los Estados Unidos, que propició la dimisión de Arias Navarro. Sin dilación, legalizado el Partido Comunista de Carrillo, las elecciones generales de junio de 1977 y la aprobación de la Constitución el 6 de diciembre de 1978 asentaron la monarquía parlamentaria y su consecuente período de estabilidad y progreso, solo amenazado por el asalto al Congreso del 23 de febrero de 1981, los atentados de ETA y la corrupción política.
Nuestra todavía joven democracia le debe mucho al emérito Borbón. Justo es reconocerlo. Su papel aglutinador en la crucial Transición fue clave. Por eso los juancarlistas somos legión. Y por eso juzgamos con indulgencia las presuntas acciones de rancio abolengo poco ejemplares, condenadas, ahora, sin compasión, por una jauría ensañada desde posiciones en absoluto virtuosas. Leña al frágil árbol octogenario que, abatido, se refugia, como el Curro de Halcón Viajes, en el Caribe o en cualquier escondite alejado del azote que profiere una tenaz campaña antimonárquica, alentada, incluso, desde la vicepresidencia coleta de Pedro Sánchez, relax en La Mareta, residencia que fue regia.
Su hijo Felipe es otra historia. Esposado con la plebeya divorciada Letizia Ortiz es un hijo de vecino más de la Piel de Toro y restantes territorios patrios. Aunque no es lo mismo. Por sus venas corre sangre azul, hoy anacrónica. Y lo sabe. El fluido vital del monarca colapsa el riego igualitario de este Tercer Milenio contemporáneo y multicolor. No obstante, nadie libre de prejuicios ni dogmatismos sectarios pone en duda su preparación, capacidad y arrestos para tomar decisiones difíciles y acertadas. Libre de reparos a su gestión palatina aguanta porque, por el momento, no hay alternativa ni nada mejor en el horizonte prosaico. La palmaria realidad nos invita a ser felipistas. La cuestión es cuánto aguantará su majestad el pulso que le tiende el imparable y creciente rechazo social a la institución que representa. Las nuevas generaciones rojas y gualdas son republicanas. Y lo normal es que la princesa Leonor, cuando se libere del olor a naftalina, también lo sea.