tribuna

La nueva responsabilidad

Agosto no solía ser un mes trascendente, con sus contraponientes de melocotón y azúcar, que decía Lorca. Tenía sus serpientes de verano, su criptozoología y sus terrores congénitos -los incendios, la sequía, el espacio en blanco de la ciudad desierta-, y arrimaba el ascua a su sardina. Agosto era mes de vacaciones por antonomasia. ¿Dónde quedó la operación salida? ¿Qué fue del éxodo y los aeropuertos atestados? ¿Dónde están los ingleses y el turista ibérico? El territorio se ha repoblado de sus propios congéneres; el miedo al virus trajo consigo un viaje hacia el interior y lo que procede es este estar de puertas adentro. La casa es la isla. En las playas, desde este viernes, los grupos de gentes se desplazan con mascarilla, como en una teatralización veneciana de la última reserva de turismo que se niega a ceder el podio a otros destinos en un desesperado intento de atraer la atención. En el ecuador de agosto, este primer fin de semana de la restricción es una epifanía del paraíso que resiste -los apodadores lo llamarán islas resilientes-. No hemos sido los canarios un pueblo al que le han puesto las cosas fáciles nunca. Solemos sobrevivir por instinto. Lo natural es sobreponernos. De ahí que esa portada del DIARIO, de ayer, de los primeros bañistas que asumen la nueva normalidad con la mascarilla preceptiva en la playa, refleja esas ganas de resistir. Islas enmascaradas que no se dan por vencidas.

El mismo día supimos que nuestra buena amiga Angela Merkel no nos dio la espalda en una decisión tan potente a ojos del mundo como la de una nave de Elon Musk que amerizara aquí prestigiando nuestras aguas por seguras. A la espera de que Reino Unido nos abra un corredor verde y permita al inglés volar como de costumbre a estos pagos, Alemania nos ha concedido la excepción, al vetar a toda España como zona de riesgo, menos Canarias, que se redime con estas máscaras del edén. Alemania nos tiene cariño. Cabe atribuir el trato de favor a distintos factores. Acaso la condición de destino vacacional de la propia Merkel (La Gomera). O el buen recuerdo que dejó, hace seis meses, el precedente del turista teutón de Hermigua y sus amigos, nuestro primer caso de éxito y nuestra inolvidable portada con la cara rolliza y la frase feliz que captó en primicia Jorge Berástegui, a la salida de la cuarentena: “No he pasado miedo en La Gomera; lo que más he echado de menos ha sido una cerveza”, aquella declaración del simpático Oliver Heinrich, portavoz de los primeros positivos de la historia del virus en este país. O la carta en junio de Casimiro Curbelo invitando a la canciller a su refugio de lauráceas, que respondió afirmativamente con dos rosas rojas en un jarrón blanco: “Espero tener el placer de encontrarnos y compartir mis próximas vacaciones”. Pero puede que, además, o sobre todo, haya primado el dato que más convence al centenario e influyente Instituto Robert Koch, la voz competente en la materia: nuestra baja tasa de contagios (R0), a pesar de los rebrotes de las salas de baile latino de Guanarterme, que desde el 1 de agosto pusieron el ocio nocturno bajo sospecha, a raíz de las primeras recaídas entre fogosos bailongos espontáneos que, a falta de pista, se desataban con el cuerpo sandunguero. El virus lo agradeció.
La somanta que recibimos este viernes con el Producto Interior Bruto canario del segundo trimestre en caída libre (-36,2%) nos dejó sin habla. El coronavirus nos ha roto los esquemas y los economistas necesitan acudir a la universidad de lo nunca visto para entender las nuevas dimensiones de la epidemioeconomía.

De todos los posibles escenarios ruinosos tras el (mal) estado de alarma que los expertos predijeron para Canarias, ya sabemos que nos toca bailar con la más fea, que dirían en la pequeña Habana de Guanarteme. El brutal dato de la contracción económica de las Islas entre abril y junio de este año, respecto al mismo periodo de 2019 (cuando la acritud política nos impedía ver que vivíamos en una nube, visto lo visto en 2020), no admite paños calientes. Hemos tocado fondo, porque no olvidemos que ese trimestre se sometió a una prueba de estrés al capitalismo completamente inédita: parar la economía. Bajamos la palanca y entramos en barrena, en el ocaso del turismo cero. Pusimos la historia al revés: dijimos a los turistas que debían marcharse, como quien desaloja un estadio abarrotado por una emergencia. Nunca antes las Islas habían ensayado un coma inducido de la economía. Y lo que hemos recogido, en el recuento oficial del Istac, con todos los barómetros nacionales, es lo que sembramos entonces: el mayor parón de la historia de la locomotora que tiró de esta economía en el último medio siglo. De ahí la propuesta desesperada que hace hoy en estas páginas el empresario Amid Achí. Desde el viernes, conocemos los dígitos reales de una crisis que daña la memoria de todas las crisis conocidas hasta ahora. No podemos quejarnos ante esta profecía autocumplida. Pero sí reclamar al Estado respiración asistida para salir de la UCI del mejor modo posible y cuanto antes. Hemos sido los peor parados (14 puntos más que la media nacional). Por esta razón no podemos volver a la gran cuarentena de marzo, ni de lejos, sino a una suerte de confinamiento introspectivo que implica dejar de fumar, portar mascarillas con velos y sombreros de ala ancha si hace falta en los restaurantes hasta para ir al retrete, refundar las costumbres hasta donde sea necesario, haciendo de la playa y la calle los lugares más protegidos del mundo, así acabemos como monjes ocultando el rostro con el embozo de una cogulla. Entramos en la era de las bocas tapadas, del protagonismo de la boca (lo prohibido), que cantaba Apollinaire, que nació en agosto y murió joven en la famosa gripe de 1918, y era el poeta de la boca (“amor mío, mi boca será un ejército contra ti”), y de cuyo surrealismo hace gala este paisaje de playas enmascaradas de la isla.
Clausurada la noche para gozos y ocios, suspendidas las fiestas y veladas desmadradas, hemos acordado una convivencia bajo vigilancia, un falso confinamiento ambulante de ciudadanos que se cubren la cara y guardan las distancias, dejando correr el reloj, a la espera de una vacuna que minimice los riesgos y convierta a este quinto coronavirus del demonio en un pasajero incordio que no nos mate. Es la imagen de la plaza de la Basílica de Candelaria vacía el 14 de agosto, sin peregrinos. Es la playa de las Vistas con mascarilla dando la razón a los alemanes de que somos un destino confiable. Es la nueva responsabilidad.

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