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López González, copropietario de El Bohío: “Fui a Venezuela en alpargatas y regresé con los zapatos puestos”

Es el típico ejemplo del canario sin estudios, luchador, osado. Se casó a los 18 años “y medio” con su esposa, Nati, y tuvieron tres hijas

Tiene 72 años y no los aparenta. Nació en Icod, pero es un hombre del mundo entero. Enrique López González es copropietario –con su socio, Daniel Rodríguez- de la famosa área de servicio El Bohío, en la autopista del Norte, municipio de La Victoria. Un amigo mío asegura que en el restaurante sirven los mejores bocatas de pollo del mundo. Enrique también lo afirma. El usuario encuentra allí un puesto de la ONCE, otro de Loterías y Apuestas del Estado, un servicio de lavado de coches, puede renovar su carnet de conducir y realizar el reconocimiento médico, una tienda más rentable que las gasolineras y un taller rápido para solucionar las averías urgentes de cualquier automóvil. Aquello parece ya una ciudad. Enrique trajo sus perritas de Venezuela, donde trabajó muy duro desde 1963 a 1980. Aquí, en su tierra, con catorce años, ganaba 18 pesetas al día en una sorriba. Con 15 años emigró. Allí, en La Guaira, le esperaba su padre, que regresó a los pocos meses y lo dejó en Caracas para que se ganara el futuro. Es el típico ejemplo del canario sin estudios, luchador, osado. Se casó a los 18 años “y medio” con su esposa, Nati, y tuvieron tres hijas. Una de ellas desgraciadamente murió, pero les dejó dos nietos.

-¿Y cómo te dio por las gasolineras?
“Eso fue cuando regresé a Tenerife. Había creado una en La Gorvorana, en Los Realejos. Y luego vi el negocio de El Bohío y estuvimos siete años para sacar adelante el proyecto. Fue muy duro, pero valió la pena. Yo no dejaba de luchar, aquellos terrenos tenían que ser nuestros. Y los conseguimos”.

-Venezuela te dio una fortuna.
“Vamos a decir que traje unas perritas, sí señor. Hice de todo: construí, vendí materiales de construcción, pero, sobre todo, la pescadería”.

-¿Echas de menos tus días como pescadero en el Mercado de Coche?
“Ese era el mercado de los canarios. Posiblemente lo sigue siendo. Muchos isleños hicieron el dinero para su futuro con sus puestos en esa recova, tan tradicional, tan caraqueña, tan canaria. Mi negocio se llamaba El Faro”.

-¿Qué recuerdas de tu primera época de emigrante? ¿O quizá de los tiempos en que te preparabas para marcharte de la Isla?
“Pues que cuando iba con mi madre a arreglar los papeles a la gestoría de la Plaza de Weyler, que era la que solucionaba todo, nos parábamos en el bar Mi Casa a comernos el mejor arroz amarillo del mundo. Hace poco probé uno que era tan parecido a aquel que me entró sentimiento”.

-Tu madre no te metió a camino en los estudios.
“No, yo tenía que trabajar, desde niño. Pero mi madre contrató unas clases particulares para que aprendiera lo más básico. Y me fugaba siempre. Así que la pobre perdió su dinero y yo aprendí más bien poco”.

-Cuando llegaste de Venezuela te dedicaste a la construcción. Y ampliaste aquellas perritas.
“Construí once edificios en El Médano y un par de ellos en Icod. Mira, hay dos secretos para triunfar en la vida: el trabajo y la osadía. Son dos elementos necesarios para llegar más lejos”.

-El complejo de La Matanza, El Bohío, es casi como un pueblo.
“Hombre, es una empresa con 66 empleados –llegamos a tener 78-, que vende un millón de litros de gasolina al mes. Y vendíamos mucho más, pero, claro, han proliferado las bombas de gasolina y eso nos ha mermado bastante. Pero el negocio no es la gasolina, ni mucho menos. Los surtidores son el reclamo. El negocio está en los demás servicios”.

-¿Vas a incorporar entonces al complejo nuevos negocios?
“Una peluquería unisex, una tasca muy selecta con los mejores vinos y el mejor jamón y una parafarmacia. Y si consigo la farmacia, pues una farmacia 24 horas que sería la única en Canarias instalada en un área de servicio como la nuestra”.
(Un bohío es una construcción de forma circular creada por los taínos, habitantes de las Antillas y de Bahamas. La palabra fue adoptada luego por venezolanos y cubanos para definir chozas playeras, lugares de retirada temporal, sitios de descanso).

-¿A quién recuerdas a la hora de influirte para crear El Bohío?
“Pues mira, uno de ellos es mi amigo Bernabé Pastrana, que trabaja en Disa y que me animó muchísimo a que invirtiera en esos terrenos, que eran de varios dueños. Las negociaciones fueron a veces agotadoras, pero los conseguimos”.

-Tú eres uno de esos afortunados canarios a los que Venezuela les dio la vida.
“Sí. Fui a Venezuela en alpargatas y vine con los zapatos puestos. Es verdad que agarré una buena época. Fíjate hasta qué punto que en mi puesto del mercado de Coche llegué a vender 21.000 kilos de atún en un día. Esto te da una idea de lo que se podía ganar”.

-Aquella es una tierra para listos.
“Gané mucho dinero comprando, en colaboración con el Gobierno, pescado capturado ilegalmente, que era incautado; y luego yo lo vendía en mi negocio, muy barato, para estimular el consumo y la buena cara del Gobierno. Esto ocurrió en la época de Herrera Campins. Pero era tal la cantidad de pescado que aunque lo vendieras barato se convertía en un negocio, porque el Gobierno casi te lo regalaba. Y, además, la decisión sobre si era apto para el consumo era mía. No tuvimos nunca problemas”.

-¿Venezuela o España? Y perdona que te dé a elegir.
“Te diré algo: si yo tuviera que fusilar a Venezuela o a España, dispararía al aire. Tengo dos patrias. Cuando yo venía aquí desde Caracas, a los pocos días quería regresar; me ocurría siempre. Pero, claro, llegó un momento en que hubo que elegir”.
(José Antonio Rial, el gran periodista, dramaturgo y novelista nacido en isla de Lobos, Medalla de Oro de Canarias, exiliado en Venezuela, que fue redactor-jefe de El Universal, escribió una hermosa novela titulada Venezuela Imán, de imprescindible lectura para quien quiera entender aquel país, la ciudad de Caracas, la emigración y las relaciones entre Canarias, e incluso España, y aquella nación hermana).

-¿Echas de menos todo aquel manejo?
“Claro, porque Canarias me parió, pero Venezuela me crió”.

-Enrique, dime una fecha importante en tu vida.
“Hay varias, unas tristes, otras alegres. La pérdida de una hija con treinta y pocos años te marca. Pero si quieres una alegre, el año 2002 inauguramos El Bohío, nuestra vieja aspiración”.

-Tú eres como la célebre canción de Pancho López, has vivido muy deprisa.
“Fui padre a los 20 años y abuelo a los 41. Tengo un nieto que tiene 30 años. Mi mujer, Nati, era jovencísima cuando tuvo a mis hijas”.

-¿Es verdad que conociste a Hugo Chávez, en un viaje privado a Tenerife del que nadie se enteró?
“Sí, es verdad. Dicen que tenía una novia aquí, en Icod. Lo conocí en el Alcampo de La Laguna, me dio su tarjeta con sus números de teléfono, me dijo que no dejara de visitarlo en Caracas. Acababa de salir de la cárcel, tras el indulto de Caldera, estaba delgadito. Era un hombre muy cordial, que si no se vuelve loco hubiera podido hacer de Venezuela un paraíso”.

-¿Y Maduro?
“Con todos los respetos para los choferes de guaguas, Maduro se quedó agarrando el volante, pero en dirección contraria. No tenía que haber pasado de ahí, que es una profesión muy digna. Pero nombrarlo sucesor de Chávez fue una catástrofe”.

-A ti la política me da que ni fu ni fa. Aunque los venezolanos siempre están hablando de política.
“A los políticos sólo les gusta pantallear. El régimen chavista ya no da más. Lo que te conté de aquel lote de pescado incautado. Me reuní con Herrera Campins y con varios ministros. Me dijeron: “Aquí hay nueve millones de bolívares para quedar bien en Semana Santa. Véndalos usted barato y que la gente quede contenta”. Y vaya si quedó contenta. Y yo también, claro. Si vieras las peleas con el que guardaba la mercancía incautada y al que yo tenía que comprársela. Yo le decía, para sacársela más barato: “Este pescado no ha visto hielo”. No era verdad, pero así se negocia”.

-¿Te dolió dejar Venezuela?
“Mira, me dolió en el alma, pero yo sabía que había llegado la hora de regresar”.
(Es un hombre sincero. Me da datos muy confidenciales de sus andanzas por el país hermano, que no voy a publicar. Y otras veces me dice: “Esto no lo publiques”. Pero se ve que aquella ciudad, Caracas, le llegó al alma).
“Una vez escaseaba la langosta. Hablé con otro mayorista que sólo me vendía dos sacos, había mucha demanda. Y sólo me vendió dos, ya te digo, en vez de los diez que necesitaba. Entonces me pregunté: ¿por qué ese hombre tiene langosta y yo no? Y lo que hice fue ir a los mismos mercados que él para conseguirla. Y la logré. Por eso te digo lo del trabajo y la osadía”.

-¿Y cuál es el secreto de tu negocio?
“Yo no me canso de decirles a mis empleados que sean extremadamente amables con los clientes. Que trabajen con alegría. Lo hacen, casi siempre lo conseguimos”.

-Pero hay clientes que agüita, Enrique.
“Sí, coño, tienes razón. Hay un taxista que siempre va a la tienda por agua y no saluda a nadie. Empurra la cabeza para no tener que decir ni media palabra. Las chicas de la caja se quejaban de su talante. Les propuse: “Déjenme a mí”. Total que me coloqué detrás del mostrador y lo saludé. Nada. Yo lo miré a los ojos, pero ya digo, nada, ni mu. Cogió la botella de agua y yo insistí: “Buenos días”. Y el hombre claudicó y finalmente rezongó: “Igualmente”. Fue como ganar un amigo”.

-Hay mucha competencia en el mercado de los combustibles. ¿Por qué Disa?
“No sé, yo creo que por Bernabé Pastrana –ya citado-. Cada año negociamos el contrato y cuando las otras compañías aprietan y ofertan, pues Disa razona. Yo creo que somos un buen equipo, año a año”.
(Hablamos de lo divino y de lo humano, insistimos en el bocadillo de pollo de El Bohío, de la rapidez con que atiende el restaurante. Hablamos de la nueva terraza de verano que ha abierto provisionalmente El Bohío. Y hasta le confieso que yo no pongo gasolina en otro lugar que no sea su negocio. Y siempre 20 euros. Enrique es un crack. Ahora irá a preguntarle a su hija Fifí, que trabaja en su negocio, cómo ha ido la tarde. Seguramente bien, como siempre. Le pregunto si colocaría en su casa la famosa placa de “Gracias, Venezuela”, que yo vi en Valverde del Hierro. Me respondió sin pestañear: “Por supuesto. Yo se lo debo todo a Venezuela”).

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