Hace 40 años, el elefante blanco era la autoridad competente que Tejero esperaba en el Congreso para rematar el golpe de Estado del 23-F. Con el hemiciclo secuestrado por el teniente coronel de la Guardia Civil y 200 agentes, con la plana mayor de la democracia en la jaula de la Carrera de San Jerónimo, sonó el teléfono de la Zarzuela, aquella noche de transistores, y el general José Juste, jefe de la temida División Acorazada Brunete, preguntó -antes de lanzar sus blindados sobre Madrid- si el general Armada había visitado al Rey. “Ni está ni se le espera”, contestó lúcido y tajante Sabino Fernández-Campo, secretario del monarca. De ese modo, con las seis palabras que le salieron de un tirón, abortó la caravana de tanques de la unidad militar más potente de España. De madrugada, el rey envió un télex al capitán general alzado, Milans del Bosh, para que retirara sus tropas y anulara el toque de queda en Valencia, con este encargo imperativo: “Te ordeno que digas a Tejero que deponga su actitud”. Los españoles vieron con el mayor alivio esa madrugada al rey por televisión en un mensaje de dos minutos contra los sublevados que lo coronó por segunda vez y lo mitificó para siempre como el garante de la democracia en un país que conservaba los rescoldos de la dictadura. El Rubio, como lo apodaban los militares golpistas, lograba así ese día la clase de milagros que canoniza a un rey. Nadie fue capaz de rechistar sobre la vida privada de Juan Carlos hasta hace apenas unos años, en que la llaga viva del miedo a un golpe de Estado pareció curada del todo.
Nunca se supo quién era a ciencia cierta el elefante blanco, y el primer candidato, Armada, que había orquestado la rebelión haciendo creer que el rey estaba detrás, ya murió. No habiendo sido, no obstante, despejada la duda remota sobre la absoluta inocencia de Juan Carlos en los comentarios de palacio que hubieran alimentado la asonada, quedó limpio e impoluto camino de los altares. Pero ese rey es el que ahora ha decidido exiliarse a su manera acosado por la justicia y la prensa. Y resulta inevitable contemplarle con el aspecto de un elefante blanco, alejándose, de espaldas, como en una penitencia de su azarosa biografía tras haber cazado en Botsuana al elefante que le costó la corona y, décadas antes, haber impedido que entrara en el Congreso el paquidermo de Armada que le hubiera borrado de la historia.
Hace cuatro semanas escribí aquí de cuando éramos felices y no lo sabíamos. De los escenarios de una generación de Santa Cruz, que ha sido nuestra geografía de referencia por mucho que hayamos viajado y desvestido a un santo para vestir a otro en los destinos pasajeros por los que uno ha transitado. Somos de un tiempo y del otro, pero el cambio es radical. Yo he pasado por los túneles de la vida con mi linternita en ristre, procurando ver la luz y no pisar en falso, ni en callos ajenos y leer mucho y hacer garabatos en un papel y componer estrofas y hacer un cuento de todo esto dando crédito a todo y a nada. El boceto del mundo ha cambiado drásticamente, como si un Da Vinci inclinado sobre el bastidor hubiera modificado la cabeza, el tronco y las extremidades de su Hombre de Vitruvio. Debemos conformarnos con repensar lo feliz sobrevivido. Y creer, con Mario Alonso Puig -el médico que dispensa el omeprazol de la sonrisa para hacer la digestión y combatir el cortisol- que lo por venir puede ser aún de nuestro agrado a poco que nos propongamos poner a mal tiempo buena cara.
Si una generación se parece a un imperio (“en el que el sol nunca se pone”, por definición), la nuestra asiste a la caída del suyo, como Roma y tantos otros experimentaron en el pasado. He vuelto a leer a Umbral, a Montalbán y a Haro Tecglen, que hicieron el relato de lo que ahora se descompone. Por las fosas nasales de los tres se pasearon los olores de España cuando era un país putrefacto, el dictador exhalaba el fuego fatuo de la guerra y tiranía, y Juan Carlos era un príncipe azulado (junto a la vejez corroída del país); un príncipe azul que reescribió la historia y mandó hacer otra pirámide, para lo que sirven las pirámides: legitimar la esencia del rey para la eternidad. Ahora que se ha ido el faraón, ha dejado de ser eterno.
A Juan Carlos lo teníamos en alta estima como a un pariente benefactor. Mi tío Paco Martínez del Rosario, el librero que despachaba en La Prensa los libros legales y los clandestinos (los de Ruedo Ibérico), que escondía debajo de la caja registradora, agarrado como era, cultivaba una extraña filantropía conmigo y, entre libro y libro, le sacaba el óbolo de la semana. Republicano, sin embargo, fue un demócrata agradecido y, como él, el abogado Manuel García Padrón, al que debo tanto, defenestrado por Franco, tenía a Juan Carlos I por garante del valor más preciado, la libertad. Le naciera serlo o se hiciera el personaje incomensurable que conocimos, la historia no cambia, la novela es la misma, y el protagonista -aun en la ficción- tiene vida propia, como nos decía Ernesto Sábato en la Universidad de La Laguna. Cuando el personaje es de carne y hueso, su autonomía es mayor, y a los reyes, como a los papas – vitalicios salvo excepciones- se les condona poco y se les condena mucho, máxime si convergen los pecados de lujuria y codicia. Por la carne y el dinero cayeron Jefes de Estado, como Carlos Andrés Pérez, que también se mudó a la República Dominicana (la primera hipótesis de este exilio antes de Abu Dhabi) en las postrimerías de su vida. Los pocos reyes que van quedando están en el ojo del huracán y se regalan, además del botín, la mala racha. Resisten a la paradoja de tener que reinar en el siglo XXI. A la sombra de Lady Di, la actriz Meghan Markle y el príncipe Enrique se emanciparon de Buckingham, y Andrés de York, el príncipe concupiscente, huye del escándalo de Epstein, el proxeneta de la jet ahorcado en una celda o una celada. En el Marruecos de Mohamed VI, al nimbo divino de comendador de los creyentes y descendiente de Mahoma se suman sus 6.000 coches de lujo y una fortuna incalculable. Todo saltó por los aires como esta semana Beirut y a este desmoronamiento del imperio contribuye la pandemia, como corresponde a un tiempo de demolición.