La noche de un sábado cualquiera llegan a un modesto hostal del centro de Madrid una mujer todavía joven y su hijo de cinco años. No tiene reserva, por supuesto, llega de improviso, pero es lo habitual en ese establecimiento y hay una habitación libre para ellos. La señora que les recibe en la recepción no advierte nada fuera de lo normal; ha atendido muchas veces a personas como esta pareja.
Una mujer con pocos recursos que necesita un sitio para pasar la noche con su hijo y no puede pagar una habitación con baño en esa capital, en la que se encuentra por razones más o menos triviales o importantes. Aquí el baño es compartido, una sola estrella no obliga a más, aunque es un hostal limpio, de ambiente familiar. Y se cobra por adelantado: la mujer paga tres noches. La recepcionista dirá después, sin dejar de llorar, que el niño era muy simpático y educado, y que le dijo a su madre que tenía hambre y ella le aseguró que bajarían a cenar; se entendía que en un sitio cercano e igual de modesto.
Pero no bajaron. Una vez se cerró la puerta de la habitación dejó de oírse el menor ruido. En la habitación había un lavabo, pero los huéspedes solían pasar al baño antes de acostarse. En este caso no ocurrió, y llegó la mañana con igual silencio, que no se rompió cuando tocaron en la puerta para hacer la habitación. Entrar sin permiso en una habitación de hotel ocupada equivale a un allanamiento de morada, y en el hostal deciden llamar a la policía. Y la policía contesta que esperen al día siguiente y, si sigue la situación igual, vuelvan a llamar. A lo peor, la respuesta se debe a que es domingo, o, también a lo peor, a que es un protocolo que se sigue en estos casos. Pero no deja de ser un protocolo criminal. Es obvio que tras la puerta de la habitación cerrada está pasando algo, y demorar un día más su apertura lo convertirá en irremediable.
Así fue, por desgracia. Cuando el lunes por la mañana vuelven a llamar y la policía abre la puerta se encuentran muertos a los dos. El niño sobre la cama, tapado, y su madre ahorcada con una sábana. Nunca sabremos por qué pagó dos noches de más, quizás para evitar sospechas, quizás porque necesitaba asegurarse el tiempo necesario. En la mesilla de noche se encontraron pastillas de ansiolíticos. Hace meses ocurrió lo mismo, cuando una mujer, acompañada de su hija de cinco años y de su madre sexagenaria, se registró en un hotel de Logroño. Allí suministraron benzodiacepinas a la niña para después asfixiarla. La abuela se suicidó, pero no la madre, que está en prisión.
En ambos casos el motivo es el mismo: las mujeres saben que han perdido la guarda y custodia de sus hijos, y prefieren morir y que ellos mueran. ¿Y por qué lo saben y todavía retienen a los niños? Porque un protocolo criminal demora su entrega para que supuestamente la separación sea menos traumática para ellos. No todos los psicólogos tienen sentido común. Y en Madrid, con el antecedente de Logroño, la policía demora todo un día la apertura de la puerta de la habitación.
La autopsia indicó que entre la muerte del niño y la de su madre pasaron unas siete horas, de modo que el domingo por la mañana a lo mejor se podría haber salvado a los dos o, al menos, a la madre. Pero un protocolo criminal –o la comodidad- lo impidió.