superconfidencial

Un paquete

Cuando los famosos conflictos portuarios que dirigían con mano maestra Oswaldo Brito y Chiri Ravina, paz descanse, allá, en la noche de los tiempos, yo era redactor-jefe de este periódico. Me llamaban “el hombre del saco”, porque escribía unos artículos muy aguerridos con el título genérico precisamente de El Saco. Una vez recibí un paquete por correo, tras mis contumaces críticas a los trabajadores portuarios en permanente huelga, que eran unos privilegiados porque ganaban mucho más que yo y mucho más que casi todo el mundo. Yo creo que nunca he contado esto. El paquete era más bien blandito, aunque estaba tan bien forrado que resultaba inodoro o inoloro, como quieran, que ambos palabros valen. Lo palpé varias veces y pensé, en un principio, que era una de las bromas pesadas de mi amigo Antonio Cubillo. Resultaba entrañablemente fofito. Pero, no, no era una broma. Era mierda. Tuve la precaución de no abrir sino una puntita con unas tijeras y el olor se hizo insoportable, claro. Los trabajadores portuarios de entonces, o algunos de sus entusiastas seguidores, me mandaron caca, seguramente de uno de ellos porque olía fatal, como un cuerpo en descomposición. Puede que fuera la mierda del aguador (el tipo del porrón), que ganaba el doble que yo. Me libré del oprobio de la apertura del paquete postal, que ni siquiera fue testado por el cartero, que no advirtió nada, dado lo hermético del envoltorio. Yo no sé si me pueden pasar más cosas en esta bendita profesión, que elegí por vocación, decisión de la que me he arrepentido mil veces. En su momento no quise dar cuenta de la paquetería, para sembrar la duda en los remitentes, pero vaya que si me llegó. En ese tiempo funcionaba tan bien Correos como ahora, aunque los carteros –como ahora— no tenían cualificación de notarios de burofax, sino que pasaban la tarjetita del aguinaldo de Navidad.

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