tribuna

El extranjero en el lado oeste

El caso de Rodrigo Lanza me recuerda al juicio y condena de Meursault en El Extranjero de Albert Camus

El caso de Rodrigo Lanza me recuerda al juicio y condena de Meursault en El Extranjero de Albert Camus. No queda claro el motivo por el que el jurado lo declara culpable; si es por matar a un hombre, por ser un inmigrante sudamericano o por pertenecer a un grupo antisistema. Lanza es un joven violento, de eso no le cabe duda a nadie. El antecedente es haber dejado tetrapléjico a un policía en Barcelona. Sin embargo, la escenificación de la vista, narrada desde la prensa, le añade un tinte político cuando habla de la “bancada” de la acusación. Parece que lo que el tribunal juzga es un enfrentamiento entre ultras y antisistemas, trasladando ante el juez lo que ocurre en las calles, en un ambiente de crispación creciente. Rodrigo Lanza mata, según la sentencia, a Laynez por llevar unos tirantes con la bandera española. Eso le sirve para identificarlo como su enemigo. Lo que viene después es un ataque de alguien que está acostumbrado a emplear las artes marciales y se le va la mano en la ejecución. La tensión en la sala es importante y su señoría se ve obligada a interrumpir la sesión en varias ocasiones. ¿Qué está pasando? Es como si los Jets y los Sharks de West side story se las estuvieran viendo ante el sargento Krupke, echándose las culpas de sus desgracias sociales. Son dos minorías retrógradas que se enfrentan ante los ojos de una sociedad que ni siquiera los mira, igual que en el ambiente de los gimnasios de Nueva York, donde se alternan los bailes latinos con el jazz. La ciudad está en otras cosas. No le importa lo que ocurre con los navajeros, pero los navajeros son la punta del iceberg de un problema mayor que está oculto en el ambiente de las grandes finanzas y los rascacielos, de los congresistas y los administradores de las élites culturales, de los columnistas y los poetas, de los músicos de masas y los sencillos guitarristas de barrio, y hasta de los flautistas sin perro. A pesar de todo, la ciudad tiene mucho que ver con todo eso, aunque le dé la espalda.

Nunca pasa nada hasta que pasa. Lo que ocurra en ese submundo de pandilleros ideológicos no afectará a la marcha ordenada de los asuntos que negocian las personas sensatas. Lo malo es cuando ese ambiente de minorías marginales contagia al foro en el que se debaten los temas importantes. Entonces estamos a punto de tener un problema, porque esa división entre grupos extremos ha acabado por contaminar a la casa donde se defiende el interés común. Entonces surgen las filias y las fobias, y las gradas se dividen en partidarios del local y del visitante que se enseñan el puño amenazando con destrozarse, como si fueran las bandas del Bronx. No me gusta este ambiente, y, menos aún, que se establezcan criterios para determinar quién tiene la razón. La razón no la tiene nadie mientras sigamos en el juego de saltarse las verjas de la cancha de baloncesto para que alguien que no quiere la pelea acabe desangrándose en la pista. Carlos Oroza decía: “En esta plaza general del mundo, cita de los turnantes del suicidio”. ¡Qué gráfico es eso de citarse para quitarse la vida! Lo hacen las peñas del fútbol, por qué no hacerlo nosotros también. Alguien me puede llamar pesimista, pero eso es lo que observo desde que la esperanza se ha ido de vacaciones.

Estamos ante la oficialización del desencuentro. Por eso los partidarios acuden como público a los tribunales y se distribuyen por bancadas. Andamos, igual que Proust, en busca de la memoria perdida. Deberíamos aprender algo de él: que el tiempo de Guermantes no volverá a existir, que las muchachas en flor ya no dan sombra y que el camino de Swan no conduce a ninguna parte. Es solo un ejercicio de estética sublime, a pesar de que cada generación esté deseando vivir su caso Dreyfus. Lo perdido, perdido está. Mejor olvidarlo.

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