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Mi padre

El título va a lo Jacques Tati. Ya saben, la oscarizada película Mi tío, un film maravilloso. Pero le debía este artículo a mi padre. Jugábamos un partido de fútbol trascendental, en la explanada de tierra de la finca familiar de La Vizcaína, junto a la ermita. Teníamos ocho o nueve años. Un equipo lo capitaneaba mi primo y el otro yo. Mi padre se había comprometido a arbitrarlo, pero sufrió una intervención de hernia inguinal, cuyo post operatorio fue muy cruel. Convaleciente, y dolorido, cumplió su palabra. No nos privó de su presencia. No se lo agradecí nunca. Yo entonces no conocía el dolor de los adultos. Una vez me contó un viejo y honesto socialista que mi padre lo hizo preso, cuando la guerra civil. Mi padre era falangista. Lo detuvo, lo metió en el empaquetado de Fyffes del Puerto y por la noche le llevó el colchón de su cama (de la cama de mi padre) para que el detenido pudiera dormir mejor. “Andresillo”, me dijo el viejo socialista que siempre me llamaba así, “tu padre y yo éramos amigos y lo seguimos siendo”. Los dos se murieron, ya viejos, contándose sus batallas. Cuando mi padre murió, recién entrado el siglo XXI, nos dejó como herencia a mis hermanos y a mí un armario lleno de billetes de lotería caducados y sin premio y una carpeta verde. ¿Qué había dentro de esa carpeta de los seguros La Equitativa?: el carné de Falange, un certificado de haber estado en el frente como voluntario falangista y cuatro documentos de la autoridad -militar, por supuesto- de aquellos tiempos. Todos los duros que tuvo, que no eran suyos sino de mi abuelo, se los gastó. Hizo siempre lo que le dio la gana, pero era un hombre honrado y de mucho whisky. Cuando le pregunté a cuántos rojos había matado en la guerra, me dijo: “A ninguno, yo era monaguillo”.

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