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Al fondo, a la izquierda

La dirección es un clásico. Usted pregunta por el váter y el dueño del guachinche le contesta: “Al fondo, a la izquierda”. Lo que se puede encontrar allí es lo peor, generalmente un plato con las huellas de los pies marcadas en él para que usted se acuclille y envíe el pino a lo más profundo de los infiernos. El mago supedita siempre –para mal- la necesidad con la incomodidad. Cuando el sufrido usuario alza la mano para jalar de la cadena, con lo que se encuentra es con tres eslabones pegados al tirador, allá en el más profundo cielo, porque alguien la ha arrancado hace años. Y en el dispensador del papel higiénico, en el mejor de los casos, un periódico amarillento, maltratado por el tiempo. Eso, ya digo, en el mejor de los casos, porque la mayoría de las veces el portarrollos se encuentra más vacío que mis propios bolsillos. ¿Por qué el mago tiene esa fijación con la incomodidad de los excusados? No lo sé, pero me perturba, porque a mi edad ya no estoy para andar por el mundo de cuatro patas, y menos a la hora de soltar lo que me sobra. Nadie relaciona un guachinche con un retrete cómodo, ni con la dignidad del apretado, sino con todo lo contrario: un cuchitril infecto, con aquel agujero negro y no precisamente galáctico, aunque igualmente misterioso, que sabe Dios dónde irá a parar; probablemente a las fauces del mismo diablo. Además, no huele; o sí, huele a guachinche, porque a mí no se me queda el olor de las garbanzas compuestas, sino el del puto agujero, cada vez que vuelvo a mi casa; eso también, aliviado del tocino y del chicharrón. En fin, que es difícil trasladar por escrito los sabores de la buena mesa, pero mucho más lo es dar a conocer los olores de los lugares situados al fondo, a la izquierda.

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