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Bajo la manta esperancera

Una noche, mientras caminaba por el Puerto de la Cruz, los divertículos me jugaron una mala pasada. Vi que no llegaba. El refugio más cercano, era mi oficina. Y no llegué. Me cagué por las patas pabajo y perdonen la escatología. La muda estaba en el maletero del coche y aunque ya dije que era de noche, había mucha gente en la calle y yo soy un tipo bastante conocido. Una vez alcancé la oficina telefoneé, en vano, a varios familiares que, o bien se lo olieron (lo que no sería de extrañar porque aquello apestaba bastante) o no oyeron el teléfono, algo estadísticamente poco probable. Me vi cagajunciado, en medio de la nada, sin prenda que ponerme para llegar al coche y atrapar la muda. De pronto miré hacia la percha y divisé, allí colgada, una preciosa manta esperancera que me regaló el inolvidable alcalde Macario Benítez cuando fui mantenedor de las fiestas de La Esperanza. Aquello fue para mí como una especie de tabla para un náufrago de diverticulitis. Me la eché por encima, aunque era agosto, y chancleteando llegué hasta el coche, deslizándome por las esquinas de la noche como Jack el Destripador. Qué bien, nadie me había visto, o eso creía yo. De regreso a la oficina, vestido de mago y con una bolsita, me topé de frente con mi sobrino, que sólo sale de noche, como hacía don Rosendo Méndez, paz descanse. Corrió tanto mi sobrino, avergonzado, que su visión duró solo un segundo. Lo vi y no lo vi. Cagado, malhumorado y envuelto en una manta esperancera, absurda para la estación, volví a la oficina, donde me aseé como pude, a la espera de alcanzar mi casa sin más accidente. Nunca, como en el soneto, me había visto en tal aprieto. No se lo deseo ni a mi peor enemigo, que todo el mundo sabe quién es.

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