por qué no me callo

En la casa no suena la alarma

De manera que 2020, año bisiesto, no va a durar un día más, sino cuatro meses extra, pues el estado de alarma, que Sánchez quiere prolongar, con el beneplácito del Congreso, hasta el 9 de mayo, es un parto extra del año que corre y lleva su ADN. Por tanto, tenemos 2020 para rato, pues el calendario ha saltado por los aires, sin carnavales, sin Reyes, sin Navidad, en un totum revolutum, el año continuum que no se quiere acabar. En Francia decretaron para las tres cuartas partes del país el toque de queda, y en Portugal el estado de calamidad. Los gobiernos amenazan con ponerse cada vez estrictos y actuar con mano de hierro. En la lógica del presidente del Cabildo tinerfeño, las sanciones disuaden y surten efecto en la gente, pues la pandemia es una montaña rusa y simula descender antes de remontar desbocadamente, desconociendo las reglas de la estabilización y la tregua que impera en todas las guerras. Hemos sido en las Islas permisivos por momentos e inflexibles por rachas.
Pero la llamada temporada de invierno no consiente dudas ni frivolidades. Se abren paso las primeras comuniones y las familias se preguntan si están prohibidas las reuniones de más de diez. Desconocen las autoridades que sus normas caen en saco roto, salvo que el funcionario uniformado ejerza de aguafiestas y aborte el bodorrio despendolado y el botellón clandestino. ¿Tenemos la seguridad de que el tinerfeño de a pie está al corriente de que la isla -solo ella- se encuentra en semáforo rojo y lo que tal cosa implica? Por circunstancias que siguen siendo un misterio, el coronavirus brindó en las noches de Las Canteras con la copa llena en los pubs de Guanarteme y se regó por toda Las Palmas, creando una alarma considerable camino de la espiral que luego hemos visto en Madrid. Y de la noche a la mañana, el virus cogió el ferry y se trajo la juerga a Tenerife, vino a importar la inmunidad de rebaño. Porque al inicio de la segunda ola de COVID, Tenerife alardeaba de una incidencia acumulada baja, casi modélica respecto a las tasas de contagio de nuestro entorno y entonces era la isla de Gran Canaria el patito feo. Se han virado las tornas, y Tenerife ahora es el epicentro de la pandemia. Hasta 2024 no andará con los dos pies la economía de Europa. Pero,si queremos poner cataplasmas a nuestro maltrecho modelo de desarrollo dependiente del turismo, pongamos en marcha recetas de sentido común como sugería en este periodico el domingo Michael Gourion, al tiempo que hagamos un esfuerzo por echar a un lado las zancadillas de la vieja política que hemos dejado en la cuneta y demos prueba, por una vez, de buscar el bien común y no cada uno su negociete. Cuando la crisis de 2008, estaba todo el mundo calladito viendo la construcción por los suelos y los impuestos por las nubes. Cesó el sentido crítico desbordado por el austericidio y se impuso el sálvese quien pueda. No tengo ni idea -o sí la tengo- de qué intenciones animan ciertas operaciones de desestabilización promovidas desde círculos disfrazados de defensa de la isla. Vuelve el turismo y no será para volverse loco, pero ingleses y alemanes se harán el test antígeno en su casa, en un aparte del aeropuerto o en la recepción del hotel, y vendrán a cuentagotas comparado con 2019. Pero vendrán si no se nos desrisca la burra del parte diario de contagios. Lo que no obsta para que sepamos de buena fuente que algunos hoteleros están pensando en cerrar el chiringuito hasta que escampe con la vacuna y algunos fondos buitres están al acecho de la carroña. Si queremos enderezar el rumbo y evitar en lo posible que nos coman los bichos, empecemos por meter en cintura la pandemia en la medida de nuestras posibilidades, que no son pocas.

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