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Un desierto

Mi pueblo es un desierto. Todo está cerrado; casi todo, vamos. No hay gente en la calle. De madrugada, la soledad se hace enorme. Las calles aparecen limpias como una patena. De vez en vez, un camión les echa agua a presión. La gente desconfía una de otra, todo el mundo lleva mascarilla. Veo personas que se cambian de acera al paso de las demás, cuando a mediodía se anima algo el ambiente. También veo colas en los bancos, lugares a los que se acude con cita previa. Los guardias van de uno en uno en sus coches. Ya no se puede hablar, ni siquiera, de la pareja de la Guardia Civil. El pueblo es un desierto, no transitan por la calle sino los africanos de las pateras, que van del hotel a la playa. A su manera, han encontrado la felicidad que nos falta a nosotros. No crean, yo me alegro, porque el mundo ha estado siempre mal repartido. El mundo es, en sí, una injusticia. Yo, sentado en mi sillón -el único que tengo-, leo más sobre el agua de la Luna, de cuyas gotas me ocupé el otro día, aquí mismo. Protesta el marqués de Galapagar del Marquesado de Galapagar y lo quiere convertir en injuria. Nunca, ni en los tiempos de Oscar Wilde, un marqués, aunque fuera apócrifo, se dejaba atrás un duelo. Yo moré, en Londres, en el edificio en el que se reunían Eduardo VII, Oscar Wilde y Lilly Langtry, amante del primero -era imposible que lo fuera de Oscar Wilde-. Hoy es el hotel Cadogan, entonces nidito de amor del heredero de la reina Victoria. Algo debe quedar de aquella época en el edificio porque te entra como un picor, aunque no sé si será por la historia en sí o por el precio de sus habitaciones. Tampoco sé lo que digo. Un desierto.

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