tribuna

La cuenta atrás y el síndrome de Flaubert

La cuenta atrás de un hipotético reloj del principio del futuro nuevo mundo tras esta pandemia tiene comienzo con la vacuna y las elecciones en Estados Unidos. Aquel otro Reloj del Juicio Final, de los científicos atómicos norteamericanos, ha sido, sin duda, un simulacro gráfico y premonitorio de los momentos críticos que acompañaron a la población mundial tras los bombardeos sobre Hiroshima y Nagasaki. El simbólico despertador ha estado aproximándose a la hora fatídica, este año, tras el arrebato de la Historia en el colmo del miedo a una catástrofe.

La última vez que los sabios de la Universidad de Chicago actualizaron la hora de este simbólico reloj en vilo fue en enero de 2020, antes de que el coronavirus explotara en un mercado de pescado y animales vivos de China como una suerte de bomba vírica, que al instante se expandió dibujando una gran nube, ya no de hongo, sino en forma de maza medieval. En enero, aun sin pandemia, se mostraban pesimistas, pues movieron las manecillas hasta cien segundos antes del Juicio Final, la más corta distancia desde que este reloj profeta viene dando la alerta como ladran los perros y vuelan los pájaros antes de un terremoto.

Los padres de la iniciativa (preocupados en su día por una posible guerra nuclear a raíz de los primeros ensayos de esa naturaleza y más tarde, también, por el cambio climático y el mal uso de las tecnologías) idearon este reloj que fuera avisando de la inminencia del mítico fin de los tiempos mediante la posición de sus manecillas respecto a la medianoche, como límite temporal. La cuenta atrás la iniciaron hace tres cuartos de siglo a siete minutos de ese epílogo. De manera que, al despuntar este año, en que nos las prometíamos tan felices como si de unos nuevos años 20 se tratara, los científicos visionarios ya se temían lo peor, sin duda influenciados por un presidente terrorífico con inclinaciones destructivas, amén del negacionismo de su mandato en materia medioambiental.

Pero me pregunto cuán cerca de la medianoche habrían colocado el minutero de haber puesto el reloj en hora, no en enero, sino en la pasada primavera en que nos confinamos o en este otoño aún bajo los efectos del vendaval de la pandemia. Es posible conjeturar, con el conocido criterio aplicado anteriormente por estos relojeros del apocalipsis, que hace una semana estuviéramos, alegóricamente, a punto de diñarla, a escasos segundos de las doce de la noche, la hora terminal. Y que ha sido desde el pasado sábado, con la victoria de Joe Biden, a la que se sumó el lunes el anuncio estelar de la vacuna de Pfizer con un 90 por ciento de efectividad, cuando nos situamos de nuevo, previsiblemente, en aquellos plácidos siete minutos, como en el horario más optimista con que debutara el reloj en los años 40 del pasado siglo tras la Segunda Guerra Mundial. La sensación de alivio tras una magna confrontación y el primer sentimiento de alegría tras esta pandemia del miedo.

De ahí que mi propuesta sea tomar el testigo del Reloj del Juicio Final y empezar la cuenta atrás con ayuda del Reloj del Principio de un Futuro Nuevo Mundo. Porque estamos a las puertas de que acabe el año del confinamiento y un nuevo tiempo es posible con las ventanas abiertas de par en par.

La vacuna, la habíamos idealizado tanto, que debuta con las Bolsas disparadas antes de poder ser administrada siquiera, en mitad del tic-tac de esta cronometría del año infausto. Desde luego, la de Pfizer es infinitamente más creíble que la de Putin y llega antes de fin de año, pero a destiempo a ojos de Trump que la pretendía como señuelo de las urnas. Se quejó la bestia del decalaje entre la noticia y las votaciones, pues le habría dado alas. Trump y sus trampas. Ahora que Pfizer y BioNTech, como Fox, le han dado la espalda, monta en cólera con su rostro enrojecido hasta arder en llama viva bajo la paja del tupé.

Biden y la vacuna. O Biden, la vacuna antiTrump. Corríamos un alto riesgo con su reelección y ahora cruzamos los dedos para que no cometa, en el tiempo de descuento, cualquier estupidez a la altura de su estulticia atómica. El peligro de que se produzca “una nueva guerra mundial es real”, advertía hace una semana el jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas británicas en relación a la crisis económica global provocada por el coronavirus. Basta un error, un desliz, un pequeño conflicto y la gente se implica a ciegas arrastrando las armas y los países. Aquí al lado, la guerra del Sáhara parece nominarse a ese casting. La pandemia, a buen seguro, ha quebrado los equilibrios geopolíticos, y la recesión no hace sino echar leña al fuego. Trump es un animal acorralado. No facilitará la transición, porque le van en ello sus cuentas pendientes con la Justicia y con el fisco. Como presidente dejó cadáveres en el camino y como magnate, una investigación sobre su declaración de impuestos y numerosos escándalos latentes.

La vacuna y Biden nos devuelven la noción esperanzadora que habíamos perdido al contemplar las cosas. Suponen el retorno de la normalidad, que había desaparecido de la faz de la Tierra como si una ventosa la hubiera absorbido. Y el ser humano no puede vivir sin normalidad ni sentido común más tiempo de la cuenta. Presidido por un Calígula resucitado, el mundo iba rumbo al caos que vaticina el citado Reloj del Juicio Final. Y la propia democracia y todas sus atribuciones se irían al garete a las primeras de cambio. Pues la figura del sátrapa haría enrojecer de vergüenza a la Casa Blanca. Biden no es solo el aguafiestas de esa ignominia, sino el refundador de unos principios desarbolados. En el Futuro Nuevo Mundo del reloj que marca las horas en las nuevas condiciones estoy seguro de que habrá reencuentros y aflorará, de nuevo, la convivencia, tras el síndrome de Flaubert que impregna 2020. El novelista francés lo expresó con aquella lúcida sentencia que es la síntesis perfecta de esta zozobra: “Cuando los viejos dioses habían muerto y los nuevos no habían llegado todavía, hubo un momento en que el hombre estuvo solo.”

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