En 45 años hemos pasado de la Marcha Verde al confinamiento, pero Marruecos no se ha movido un centímetro. Tiene clavados los ojos en el Sáhara y abunda en su realidad paralela, sin darse por enterado del referéndum que patrocina la ONU, como si el territorio que invadió entonces, en el 75, le perteneciera de facto. La política de los hechos consumados le ha ido bien. Naciones Unidas, con Pérez de Cuéllar, Butros-Ghali, Kofi Annan, Ban Ki-moon o António Guterres, ha hecho la vista gorda, cumpliendo reglamentariamente con las sucesivas misiones para una frustrada consulta que se eterniza en el tiempo, como gusta a Rabat, desde su magistral apego al arte de marear la perdiz.
Las misiones de la ONU son el hazmerreír de la diplomacia internacional. Creadas en el 91 para velar por el alto el fuego y poner en marcha el referéndum de autodeterminación en el Sáhara Occidental, tras intentar Hassan II apoderarse de las provincias españolas a la fuerza con la pantomima de la Marcha Verde, no han servido para nada casi 30 años después. Los sucesivos secretarios generales de la ONU se han ido para casa dejándonos la sensación a quienes habitamos esta papa caliente de habernos tomado el pelo.
Antes de que Trump se saltara a la torera los organismos internacionales, incluido la ONU (cierto que no solo él ha sido capaz de ello en la Casa Blanca), ya lo hacía Hassan II, que aplicaba la máxima de que todo cargo público tiene un precio, y lo sigue haciendo su hijo, Mohamed VI, cuya fortuna minimiza el escándalo de nuestro rey emérito, pues en Marruecos el rey es dios y por eso cuando el periodista Ali Lmrabet osó criticarlo en la prensa casi se lo comen vivo.
Marruecos juega con ventaja, con un descarado transformismo político. De una parte, le vende a Europa que es el muro de contención del islamismo y en España siempre gozó de cierto predicamento intelectual, sobre todo gracias a Juan Goytisolo, que tomaba té por las tardes en la plaza de Yamaa el Fna. Y de otra, como ha hecho Mohamed en el discurso de este mes del 45 aniversario de la farsa verde, Rabat se enroca en su derecho a la apropiación del Sáhara sin atender al derecho internacional ni a Naciones Unidas. Dada esa tesitura, la Minurso, que va y viene de la ONU al Sáhara a supervisar la situación con una venda en los ojos y a promover un referéndum entre musarañas, ha dejado hacer a Marruecos.
Esta guerra todavía incipiente puede armarse de verdad si no intervienen los Estados implicados con prontitud. Han de hablar España y Francia cuanto antes. Boris Johnson y Trump jalean a Mohamed. Pero Europa no puede consentir un incendio en la zona, donde la resaca del Sahel, el hambre y la inmigración abonan un cóctel molotov de consecuencias incalculables. Las leyes de las aguas que Marruecos introdujo recientemente para incordiar a España bajo el confinamiento de la COVID, solapando a Canarias groseramente, recuerdan a Hassan lanzando la Marcha Verde en noviembre de 1975 aprovechando que Franco estaba en el lecho de muerte.
Esa es la mancha verde que quedó impregnada en el traje de gala de la Transición española que trajo la democracia. La mancha del Sáhara, que no nos hemos podido borrar en casi medio siglo. El momento actual exige aprender de la historia y poner a cada cual en su sitio. O nunca se habrá ido Trump. Ni su estela.