tribuna

La revolución tranquila de Joe Biden

Bien, Biden no es Obama, pero su perfil bajo de político discreto, sin discurso ni frases memorables, cae bien por término medio

Bien, Biden no es Obama, pero su perfil bajo de político discreto, sin discurso ni frases memorables, cae bien por término medio. O sea que el pausado demócrata ejerce de hombre bueno, de bombero providencial que llega a tiempo, el llamado a arreglar el problema: el mundo. En La fiesta del Chivo, de Vargas Llosa, todos miraron a Balaguer, en un rincón, desapercibido, y coincidieron en que el hombre apocado debía cubrir la vacante del vacío de poder cuando Trujillo, el dictador, cayó abatido en el atentado que muchos habían deseado.

Trump era el disruptivo en 2016, el experimento con gaseosa, el heterodoxo Frankenstein que ganaba a las encuestas después de que lo hicieran el brexit y el no en el referéndum colombiano del acuerdo de paz. Todavía no habíamos probado su medicina, ajenos al caos de que era capaz y a que le seguiría una cadena de desgracias, como el detonante de un efecto simpatía, hasta este ictus mundial que ha colapsado el destino global de la gente. Por eso, el hombre tranquilo que encarna Biden, de raíces irlandesas, apodado Celtic por el Servicio Secreto de su país, el eterno senador y veterano demócrata experto en política exterior, el exjugador de fútbol americano que se opuso a la Guerra del Golfo, que da nombre a una ley contra el crimen y propone limitar la venta de armas, se ha convertido en una especie de pacificador que nos promete la vuelta a la calma. Su ticket con la afroamericana Kamala Harris marca distancia con Trump, que ha demostrado ser racista, además de machista y déspota. Biden es el antiTrump, el antídoto del virus. Aquella llamada telefónica suya al presidente ucraniano Zelenski para que socavara la imagen de su oponente con información turbia acerca de su hijo lo impulsó en esta tercera oportunidad, como si Biden tuviera tres vidas superpuestas, la de los años 80, cuando un plagio en un discurso y dos aneurismas cerebrales lo apartaron de la carrera presidencial; la que le apeó de nuevo en 2007 ante el destello de Obama, que le hizo después vicepresidente, y esta tercera que ha sido la vencida, su consagración.

¿Recuerdan a Sarah Palin, la número dos de John McCain, la divinidad del tea party, semilla de este fanatismo a degüello, que acaba de enarbolar el preceptor de Trump, Steve Bannon, con la alegoría macabra de colgar las cabezas del director del FBI y del mayor epidemiólogo americano “en picas a cada lado de la Casa Blanca”? Biden la borró del mapa en el mejor debate electoral que se le recuerda siendo candidato a la vicepresidencia con Obama. Amigo personal de McCain, ha visto ahora que la viuda del senador fallecido, la mujer que más odia a Trump por haber insultado a su marido como un cobarde en Vietnam, hasta vetar su presencia en el entierro, ha hecho campaña por el demócrata en Arizona. Eso que también se ha llamado un puñal republicano en la espalda de Trump. Como lo ha sido la traición de Fox, su cadena amiga, arrastrada por la evidencia de los demás canales de que el presidente miente invocando el “robo” electoral de Biden con el mantra goebbeliano de los “votos ilegales”, como si fuera Zeus maldiciendo a Prometeo por sustraer el fuego en el tallo de una cañaheja. Los medios le cortaron la señal en el discurso en que lanzó la falsa acusación. Luego, hemos podido repasar la escena de Ciudadano Kane, donde el periódico sensacionalista del magnate elige la portada trucada prevista como plan B para el caso de que no saliera elegido gobernador: Fraude en las urnas (Fraud at polls!), se podía leer a toda plana, faltando conscientemente a la verdad. Trump plagió el jueves a Orson Welles.

Cuando irrumpió Obama en 2008 (“yes, we can”), el mundo no había perdido aún el último resto de inocencia: había guerras y paz en un pulso convencional de la Historia; las crisis se debían a causas económicas reconocibles; el cambio climático era nuestro principal quebradero de cabeza; las avanzadas tecnologías anunciaban el despegue de la inteligencia artificial y la robótica; la gente se moría como McCain de cáncer y problemas cardiovasculares; nos esmerábamos en dejar de fumar y hacer deporte para aumentar la esperanza de vida; alardeábamos de la longevidad de la especie y teníamos tantas diversiones opcionales que no parábamos el pie en casa. El mundo y su metáfora, EE.UU., necesitaban un líder de masas, un Mesías, un orador romano, osado y carismático que diera sentido a aquella tormenta de vida explosiva. ¿En qué momento se jodió el mundo? Toda esta pésima carambola coincidió con el trampantojo de Trump, cuando el manazas golpeó bruscamente la esfera terrestre de sobremesa y el globo comenzó a girar al revés.

Estas elecciones de la Casa Blanca han sido la hipotenusa, el lado opuesto a esa realidad contrariada de los cuatro años de Trump, némesis de Obama y del sentido común. La masiva participación electoral, la mayor en más de cien años, explica la emergencia de esta cita con las urnas. Nos iba en ello el destiempo en que habíamos caído, el naufragio sin brújula. En tanto Trump cogía gusto al poder vimos con qué temeridad tentaba una guerra de destrucción masiva, como si tamborileara con el dedo junto al botón nuclear rodeado de cardiacos asesores. Sus cortes de mangas al multilateralismo, a la ONU, a la OCM, a la OMS y a cuantos le llevaran la contraria. Su ideología supremacista y reaccionaria, el trumpismo, quedó retratada en la rodilla de aquel agente asfixiando a George Floyd como a un muñeco de trapo. Cuatro años de pandemia de Trump. Y lo hemos resistido. Cuando el coronavirus destrozó nuestro hábitat por completo, cambió las reglas de juego y mandó a los ancianos a la UCI, todos nuestros cánones se cayeron del pedestal y entramos en una era sin pilares. Urgía un baño de estabilidad.
Si ha vuelto la razón, si los hooligans con rifle que desafían el escrutinio regresan a casa y los jueces conservadores del Tribunal Supremo anteponen salvar la democracia a salvarle el trasero a Trump, quizá un hombre tranquilo, con la edad de los papas, sea capaz de reconducir el mundo y dejarnos en herencia un camino de nuevo por donde andar sin miedo a encontrarnos.

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