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Salí a buscar el sendero más largo y lo tenía cerca de casa

“Para nosotros, el Camino Largo simbolizaba la libertad”, dice el periodista Eliseo Izquierdo sobre este mítico paseo lagunero, con lugares para amarse y esconderse

Serán unas Navidades a medias, pero yo no he podido parar de comer. Así que, por la mañana, después de desayunar, salgo a caminar hasta la ermita de San Diego y luego enfilo hacia el Camino Largo, donde siempre hay deportistas vocacionales y penitentes de enorme apetito y tendencia a engordar.
“¿Por qué no hablas sobre el Camino Largo en una de esas estampas que estás haciendo?”, me sugirió el otro día el periodista Juan Cruz. “En toda esa zona, las casas se han hecho sin darle la espalda a la naturaleza”, comentó. “Pues no lo había pensado”, le dije. “Pero puede estar bien”.

No se sabe la fecha exacta en la que se trazó este camino en una de las orillas de la antigua laguna, uniendo el centro de la ciudad con las huertas de la Vega lagunera, pero fue en algún momento entre 1814 y 1831, según cuentan Francesco Salomone y Antonio García en un monográfico de los Cuadernos CICOP para la divulgación del Patrimonio Histórico. 800 metros en línea recta desde el final de la Calle El Remojo.

En 1843 ya debía usarse como paseo, porque hubo unos vecinos que pidieron al Ayuntamiento que lo estrecharan un poco, lo equivalente a dos carretas, pues eso era suficiente “para que sirva de ensanche y desahogo para los paseantes”. Pero el alcalde, Domingo Bello y Espinosa, se negó. De 1903 es el primer documento oficial donde aparece el nombre “camino largo”, y en 1908 se le puso la denominación oficial, “Paseo de la Universidad”, ahora avenida. De esa época, también sin fecha exacta, hay una foto donde aparece un señor paseando, con unos delgados árboles a los lados, probablemente acacias, y unas diminutas palmeras que, hoy en día, son altísimas y centenarias.

En 1918 se aprueba el proyecto con la estructura básica que tiene en la actualidad: un paseo central más ancho y las dos callecitas a los lados. “Se redacta con unos criterios denominados higienistas, según la corriente imperante en la época, que establecían la necesidad de favorecer las condiciones adecuadas para evitar insalubridades y enfermedades entre la población, dando importancia a la luz del sol y al aire para la salud de los ciudadanos”, cuentan Salomone y García. Muchos años antes de la pandemia, ya había gente que entendía la importancia de los espacios aireados y soleados para mejorar la salud de los ciudadanos. Y, a pesar de eso, hemos construido bodrios durante décadas, ciudades sin espacios verdes, barrios y viviendas insalubres sin ningún cuidado ni mimo.

“Para nosotros, el Camino Largo simbolizaba la libertad”, cuenta Eliseo Izquierdo, cronista oficial de La Laguna, que ya iba por allí cuando estudiaba el bachillerato, en los años cuarenta, con la dictadura franquista a tope. “Era irse incluso fuera de la ciudad, estar en otro paisaje, muros de piedra seca y huertas que se llenaban de marañuelas. Al salir del instituto, nos escapábamos a pasear, por allí estaban las muchachas, era todo muy hermoso”, cuenta.

Entre las pocas casas de la zona estaba el famoso castillo que mandó a construir el escritor y periodista Domingo Cabrera Cruz, uno de los fundadores del Ateneo. El proyecto de edificación fue aprobado por el Ayuntamiento en 1912, y fue un regalo a su mujer, Laura de la Puerta. Pero mucho más interesante, arquitectónicamente hablando, fue la construcción, en 1963, de cuatro viviendas rectangulares elevadas sobre pilares de hormigón, estilo Le Corbusier, diseñadas por el arquitecto Rubens Henríquez.

Todo el mundo tiene su Camino Largo. De pequeño, a mí me inquietaba un poco el segundo tramo, más lúgubre y desordenado. A algunos mayores, como mi abuela, les escandalizaba la intensidad erótica que había en los bancos, pero a mí, aquello, me parecía vida.

Para mí, como para Eliseo Izquierdo, el Camino Largo fue un lugar de expansión del instituto, donde íbamos a comer pipas hasta que llegaba la noche, fumábamos o aprendíamos a besar en la oscuridad de los bancos, a donde no llegaba bien la luz de las farolas. Antes de la pandemia, salía a caminar por ahí con Rafa, que es como un padrino, y lleva siempre su sombrero Stetson para protegerse de la humedad y la lluvia. Ahora salgo rápido, por las mañanas, a quemar la manteca de los polvorones que devoro.
Y así acaba este diario navideño. Si Dios quiere -yo tengo alma cristiana-, hasta el próximo año.

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