Dice Enric Juliana, al que siempre hay que leer, que el éxito político tiene hoy que ver con la gestión de la soledad. Esto podría significar que el hombre necesita cada día más de una idea, de un objetivo que tienda a congregarlo, a sentirse grupo, a arremolinarse en torno a un bloque en el que se sienta arropado. Quizá los confinamientos hayan ayudado a que estos deseos se vean satisfechos mediante la aplicación de técnicas a distancia, donde la virtualidad de las relaciones personales juega un papel muy importante. Ya no se usan los espacios tradicionales para intercambiar ordenadamente las opiniones: los bares, las asociaciones, los clubes. Ahora se ha pasado de golpe a un sistema de teledirección por el que se llega de forma más sencilla al difícil proceso de aunar voluntades. Por eso, se atomiza el objetivo común en torno a ideas genéricas y contrapuestas, en lugar de valorar soluciones para los problemas concretos que se presentan de manera cotidiana. Estamos en una época de transiciones, en donde uno de los principales cambios consiste, a propuesta de ciertas formaciones políticas, en eliminar el proceso de transición que iniciamos hace cuarenta años para poder discutir hoy sobre la alternativa de nuevos caminos. En realidad, todo nos viene servido por la pertenencia a un club con mayores socios en el que igualmente nos hallamos perdidos y solos.
Los deseados proyectos de transición energética (o si se quiere medioambiental o ecológica) y digital son acordados por el órgano director de la UE, y poco tienen que ver, salvo en su estricto cumplimiento para percibir los fondos de recuperación, con las decisiones locales de los países miembros. Es decir, que nuestros problemas inmediatos, relacionados con la gobernabilidad, la confianza, la estabilidad y la cohesión del territorio, se encuentran alejados de las prioridades que nos vienen impuestas, a pesar de que las aceptemos de buen grado. El mundo empresarial se apresta a una nueva adaptación para responder adecuadamente a necesidades nuevas. Ese es el futuro y ahí nos va el jugárnoslo con acierto. El resto, ese hombre solo que se enfrenta cada mañana con el debate televisivo o con el intercambio de opiniones insultantes que se transmiten a través de las redes sociales, se siente ajeno a las soluciones globales y busca identificarse con aquellos que amparen su esfuerzo para incorporarse al grupo que aplaude o descalifica actuaciones de carácter anecdótico, que nada tienen que ver con lo inmediato que le acucia, con el único fin de no sentirse solo y pasar a formar parte del cardumen en el que navegamos confiados para no ser devorados por los depredadores.
Hay un escenario de urgencias que se diluyen como las nieblas a los pocos minutos de presentarse. En el corto espacio de tiempo de una campaña electoral se suceden acontecimientos de toda índole que poco tienen que ver con los asuntos cruciales que nos interesa resolver. Se van apilando unos sobre otros, con un frenesí tal que la aparición de uno implica el olvido inmediato del anterior. Ya no sabemos lo que se discutía la semana pasada, porque un documento firmado por los partidarios del soberanismo y del independentismo (aún no sé en dónde se encuentra la diferencia entre estos términos, supongo que debe ser temporal) ha enterrado todas las expectativas que se discutían hasta ese momento por los politólogos, que son como los musicólogos, que hablan de música y son incapaces de distinguir una corchea de una fusa o un sostenido de un bemol, pero ahí están para intentar guiar nuestra obligada soledad.
El sentido común y la experiencia ayudan mucho para salir de ese encapsulamiento donde nos encierra la tozuda rutina de los que se han encargado de dirigirnos. Es mucho más sencillo aceptar la verdad de que todo es una gran mentira. Al menos así nos sentiremos menos solos y más seguros de nosotros mismos. La decepción disminuye si sospechamos de antemano que es lo que va a ocurrir al final. Esto, aunque parezca mentira, alivia mucho a la soledad.