La izquierda española partidista y mediática condenó la toma del Capitolio por hordas incontroladas de populistas salvajes porque era Donald Trump quien las alentaba y quien se enfrentaba a Joe Biden, supuestamente un progresista de los suyos. Ahora, cuando han descubierto que el nuevo presidente es, por una parte, un católico practicante y conservador, y, por otra, un líder norteamericano que bombardea Siria igual que su antecesor, su entusiasmo ha decaído un poco. Y cuando hordas incontroladas de delincuentes salvajes toman las calles españolas, practican el pillaje y el saqueo, y queman furgonetas con policías en su interior, la izquierda española partidista y mediática advierte que se investigarán los excesos policiales y reivindica una libertad de expresión irrestricta e ilimitada. Precisamente en estos días Fernando Savater advertía que la libertad de expresión no es que se tenga derecho a decir: “Le voy a pegar a usted un tiro en la frente”, porque eso es una amenaza. Y recordaba Savater lo que contestaba Javier Pradera cuando le decían aquello de que “las palabras no matan”: “Hombre, piense usted en las palabras apunten, fuego”. Pero, por desgracia, ya hemos llegado a 1984 y la Neolengua de George Orwell se ha instalado entre nosotros.
Lo que denominamos civilización occidental está herida de muerte, aunque nosotros todavía no veremos su final. Tendrá una larga agonía de siglos oscuros, como la tuvo el Imperio Romano, pero los síntomas son inequívocos y nos indican que una nueva era se está gestando en el oriente, una nueva sociedad que ya no se reconocerá en los paradigmas judeocristianos que alumbraron la democracia liberal y los derechos humanos. No será el fin de la Historia, por supuesto, pero sí el fin de nuestra historia. Mientras tanto, debemos abandonar la literatura, las teorías y los presagios, y volver a la realidad cotidiana. Y la realidad cotidiana nos impone unas preguntas que muchos formulamos desde hace mucho tiempo, y a la que nadie ha dado una respuesta plenamente satisfactoria: ¿quiénes financian y organizan las bandas saqueadoras de delincuentes que han asolado estos días Barcelona, Madrid y otras ciudades españolas, como en el pasado asolaron París y otras ciudades? ¿Quién las convoca? ¿Quién financia sus desplazamientos? ¿Todo se explica por las redes sociales, que fomentan un anarquismo latente y analfabeto? ¿Quién escribe esos manuales de la insurgencia, como el llamado Black Block, que recomienda incluso ir vestido de negro para dificultar las identificaciones?
Entre el ruido mediático, y para explicar la participación en los disturbios de tantos jóvenes y menores de edad, ha destacado el repetido argumento de su desesperanza; de su futuro problemático; de su falta de trabajo y perspectivas; de sus dificultades para formar una familia. Pues bien, es un argumento falaz y mentiroso, además de sustentado en el victimismo. Nunca antes una generación de jóvenes occidentales ha tenido tanto acceso a la cultura y la formación; nunca antes habían estado tan sobreprotegidos por sus padres; nunca antes una generación de varones occidentales no ha tenido que incorporarse al ejército o, incluso, hacer una guerra. Pero todo eso parece no importar; lo que importa son las instrucciones del Black Block cuando de noche un delincuente ataca a la policía.