por qué no me callo

El rey desnudo

Los primeros actores del régimen del 78 en buena parte se han ido extinguiendo con el paso del tiempo, por un proceso natural. Pero a esta democracia que estuvo en el vientre de la Transición no la conoce ni la madre que la parió. Y hay algunos preclaros supervivientes de la gestación a la que me refiero. Entre ellos, unos cuantos canarios octogenarios, pronto nonagenarios, que conservan la memoria intacta. La volatinera peripecia vital del rey Juan Carlos I era en tiempos un secreto a voces. El país, sus máximos dirigentes y partidos, los periodistas más aventajados, pero reos de un simulador de autocensura que convenía a la norma no escrita de dejar al rey en paz, y el resto de las fuerzas vivas, dejaban hacer a su Majestad, le perdonaban los pecados y el 23-F le otorgó la bula definitiva sobre su vida privada. Era vox pópuli que cruzaba a horas intempestivas las vías más céntricas de Madrid oculto, ya no en una simple mascarilla como ahora, sino en el casco de un motociclista impersonal que acudía a una cita amorosa como el expresidente francés Francois Hollande, al que pillaron in fraganti al pied à terre llegando al apartamento parisino de una conocida actriz. Manuel Vicent me contó la anécdota de su novela sobre la chica rubia de la que todo el mundo estaba enamorado que sugirió a Juan Carlos nombrar a Suárez presidente: Carmen Díez de Rivera. Y esas cosas se sabían sin hacer aspavientos.

O sea que. Estamos en la vorágine de 2021, año II de la Pandemia. Buscando de qué hablar para cambiar de tema. Y estalla la bomba del rey emérito. Veníamos de su fortuna oculta en Suiza y arrastrábamos aún como una rémora el episodio desgraciado del elefante de Botsuana y su abdicación. Cuando reventó el 1-O en Cataluña y su hijo se reivindicó, emulando al padre en el tejerazo, con un discurso televisado contra los insurrectos, la Monarquía empezó a estar en el ojo del huracán. Felipe VI no gozaba de la patente de corso (si, por ley, de la inviolabilidad) de que había disfrutado 40 años su padre, que era, a su vez, el padre de la democracia. Felipe era el hijo del rey, por mucho que Juan Carlos ya era emérito.

Ahora han saltado todas las alarmas y se han roto todos los diques. El rey emérito está autoexiliado en Abu Dabi, un hecho tan insólito como el ventarrón de la pandemia que arrebatara las agendas de los escritorios de los estadistas, las metiera en un saco roto y se suspendiera sine die la gestión ordinaria de los asuntos del gobierno del mundo. Felipe VI es -ahora sí- el Rey. Con Juan Carlos en los Emiratos Árabes pasando el cepillo entre los amigos para pagar la segunda regularización fiscal en mitad del 40º aniversario del golpe, como el ausente infame. La condena moral habría merecido la indulgencia de la historia, para no llegar a tales extremos, cuando en España se habla con ligereza de los indultos a la vista para el procés. Pasarnos de frenada nos podrá salir caro a la vuelta de la esquina. En Francia, libran de la cárcel a Sarkozy con un brazalete electrónico.

Lo que está pasando en España -las revueltas catalanas por el rapero Hasél que injuria a la Corona y enaltece al terrorismo- parece una representación dantesca de un país que emerge del fondo de las cloacas de la pandemia y con las ropas enfangadas en la ciénaga del túnel se ciega con el sol al asomar la cabeza y aún no ve la luz. Estamos en ese apagón. Con un rey tachado de la historia con la posverdad. Y otro rey que la gente aprecia, que un día cederá el trono a una mujer. Pero los hechos se lo están poniendo difícil y acaso imposible si no es capaz de reinventar la Monarquía y reescribir la Constitución. El rey está desnudo. Y lo sabe.

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