Este año que hemos pasado ensimismados como autorretratos de Durero será recordado siempre por la pandemia. Pero no solo por ella. Si afirmo que será también tenido en cuenta por otras consideraciones, acaso de mi sospecha se deduzca en vano que eludo el tema más sangrante, que me evado y busco donde no hay. Pero nada más lejos de mi intención. Empecemos por el principio.
El 14-M fue el inicio de una cultura de confinamiento y cuarentena que jamás se nos había pasado por la cabeza ni se nos borrará de ella. Si antes de que tal cosa sucediera, hemos sido tan proclives a otras efemérides, como el 11-S de 2001, en que fueron derribadas las Torres Gemelas, o el recién rememorado 11-M de 2004, de los atentados de los trenes de Madrid, o tantas otras conmociones que agitaron la ahora tan añorada normalidad; si hemos sido capaces cuando el 23-F de 1981 de recordar qué hacíamos entonces, con quién estábamos, y se han escrito libros de la anatomía de aquel instante cuando no sobre los personajes y sus imposturas y los interrogantes de la conspiración. Si a buen seguro, nunca olvidaremos el 6 de enero de 2021 en que fue asaltado el Capitolio, y habrá, sin lugar a dudas, una avalancha de libros sobre ese episodio que puso a Estados Unidos a la altura de la Nicaragua de Somoza, donde el Comandante Cero, Edén Pastora, invadiera el Congreso de los diputados chanchos del dictador en nombre de los sandinistas tres años antes del tejerazo…
En efecto, todos estos hechos y numerónimos históricos y tantos otros (el golpe de Estado de Pinochet el 11 de septiembre del 73 contra Allende fue una fecha clavada en la diana del socialismo en Latinoamérica, hechizado por el 8 de enero del 59, en que Fidel y el Che entraron en La Habana…) permanecen inalterables en la memoria colectiva de generaciones que nos precedieron y de la nuestra. Y, de ese modo, la jornada de la declaración del estado de alarma en España, el sábado 14 de marzo de 2020 (tres días después de que Tedros Adhanom Ghebreyesus, director general de la OMS, catalogase el coronavirus de pandemia, y la COVID-19 se convirtiera en la enfermedad del mundo), de la que hoy se cumple el primer aniversario, nos invita a presumir de supervivientes.
Pero, lejos de toda autocomplacencia, nos llueven recuerdos trágicos, amargos, estremecedores y nos caen chuzos de punta: más de dos millones y medio de muertos en todo el planeta, 119 millones de enfermos de la neumonía global, y los consiguientes dígitos dantescos de la pandemia española. La radiografía de víctimas de ámbito nacional, europeo, sin excepción de continente, nos abocó a escudriñarnos en los partes diarios de Sanidad como en las guerras pasadas se hacía a través de los transistores, y hemos convivido con los continuos repuntes de Tenerife, hasta albergar la certidumbre de que saldremos pronto a flote si la vacunación intensiva prevista a partir de abril (el jueves la UE dio luz verde a Janssen de Johnson&Johnson, la primera vacuna monodosis) no nos defrauda.
Lean el excelente libro de Juan Carlos Mateu que vivisecciona los adentros de aquellas 99 madrugadas cuando vivíamos confinados (ya es posible su descarga en nuestra página web) y cada día del almanaque era una sucesión de sombras. Su prosa es la ternura de un drama, que no se refocila en el horror, sino busca liberarnos de él como un guía dentro de una espiral. La lectura que hoy les brindamos no disimula el saldo de un año de muertos inocentes; relata con pasión cómo estábamos tan solos y el lugar de las vicisitudes. Ahora son narraciones, entonces eran desahogos, teníamos el alma rota. Y había sitio para el humor de los miedos. Siempre lo hay.
¿Por qué digo que, pese a todo, este último año deja también otra clase de lecturas, de connotaciones y de hallazgos, que lo harán igualmente memorable? Por algunas de sus mejores proezas. El alumbramiento de vacunas en tiempo récord, toda una hazaña de la ciencia y la medicina, que anima a afrontar con mayores expectativas posibles futuras epidemias, dada la amenaza de virus potenciales.
En este mismo sentido, la cooperación internacional se ha revelado una impronta de extraordinaria relevancia. Si la puesta en común de conocimientos y medios que esta pandemia ha sido capaz de llevar a la práctica se extrapolara a otros frentes y desafíos globales, el rumbo de un mundo que se autodestruye y desmorona a pasos agigantados puede experimentar un giro de 180 grados. Dependerá del talante de los líderes que salgan ilesos de la guerra como hemos concebido esta lucha contra un virus mortal. Es decir, si las grandes naciones -por suerte, sin la presencia del primer obstinado en abortar toda suerte de cooperación, como era el anterior presidente norteamericano- alcanzaran a comprender con altura de miras los avances de que serían capaces, a corto plazo, con la concertación de un gran plan de colaboración, un Acuerdo de la Nueva Era, que siente las bases del mundo que ahora, convaleciente de esta desgracia, deberá reemprender el camino para el resto del siglo, entonces la pandemia nos habrá legado un código para salvarnos, después de todo.
Salvar el planeta no es ninguna broma, se está cayendo a pedazos, y lo del cambio climático, con aquel poderoso jerarca que ponía pies en polvorosa cada vez que oía hablar del tema, del Acuerdo de París y de todos los pactos al respecto, era una batalla perdida. La ruina del multilateralismo en favor de un proteccionismo tribal era una vuelta a las fortificaciones medievales. Y el riesgo de una guerra nuclear nunca había estado tan cerca con dedos de semejante portador al alcance del botón fatídico. Si es cierto que el año trajo un virus, también lo es que se llevó otro virus con él. Pero no lo es menos -y ni estas líneas que liman las asperezas para sacar brillo a un año funesto lo pueden ignorar- que es a las mutaciones a las que debemos temer a partir de ahora. Quizá ya no tanto a las del coronavirus, como a las del TRUMP-CoV-2.