tribuna

Planeamiento congelado

Hace unas semanas, nos encontramos con un artículo que nos llamó la atención, por su título sin duda sugerente: El urbanismo líquido y la sociedad rápida (Arturo Rodríguez del Almo para Cosas de Arquitectos). En él se hace referencia a los planteamientos de Zygmunt Bauman sobre la Modernidad Líquida, definida como aquella en la que el valor reside en “la necesidad de hacerse con una identidad flexible y versátil, que haga frente a las distintas mutaciones que el sujeto ha de enfrentar a lo largo de su vida”.
El autor afirma que el urbanismo debería ser capaz de adaptarse y de dotar a los ciudadanos de las herramientas necesarias para cumplir con las necesidades urbanas y sociales que se requieran en cada momento, un urbanismo que acompañe y se vaya adaptando a las exigencias de los habitantes de la ciudad. Se pregunta qué pasa cuando vivimos en ciudades planeadas y diseñadas para una sociedad mucho más fija e inflexible. Y nosotros, además, nos preguntamos: ¿Cuáles son las consecuencias de una nueva era donde el diseño de las urbes ha desaparecido?
Nuestras sociedades experimentan grandes cambios en cortos espacios de tiempo: en los modos de producción y de consumo, en la movilidad de los individuos, en el uso de los espacios públicos y privados, encaminándose hacia la individualidad, agravada por la proliferación de las redes sociales, cambios en los lugares de trabajo con una clara tendencia al teletrabajo, etcétera. Sin embargo, estas cuestiones cambiantes, que son los cimientos de la aparición de las ciudades, no se reflejan en el uso y diseño del espacio urbano actual.
El planeamiento, como instrumento esencial para el diseño urbanístico, está sumido en un periodo de estancamiento desde hace años. Los largos procedimientos para su aprobación, en conjunción con una Administración aletargada, su utilización como arma política y el exceso de judicialización ha llevado a una parálisis total de los planes.
Los planes generales en Canarias, los instrumentos que, en principio, diseñan, ordenan y regulan los usos en el ámbito municipal, llevan en su mayoría años sin ser revisados. Los que están en vigor, elaborados en los años previos a sus aprobaciones iniciales, tienen una media de 20 años de antigüedad (desde los 40 años de las Normas de San Andrés y Sauces a los 4 del Plan de Santa Brígida). Del conjunto de 88 municipios, solo nueve tienen planes elaborados hace menos de 10 años, mientras que prácticamente la mitad (40 municipios) se forjaron entre los años 2000 y 2003, años en los que fueron “adaptados” por imperativo legal a la Ley del Territorio de Canarias del momento. Además, en esa época, la Consejería de Política Territorial apoyó esas “adaptaciones básicas” con fondos para tal cometido. Desde entonces, pocos planes se han revisado y aprobado de manera definitiva, muchos se han comenzado a redactar y se han quedado por el camino.
Este síndrome de Standstill en torno al planeamiento se manifiesta a través de dos realidades. Por una parte, la incapacidad de la Administración para llevar a buen puerto la redacción y aprobación de los planes y que se mantengan en vigor; y por otra, la total renuncia a plantear nuevos diseños de ciudad y cambios sobre la manera en la que tradicionalmente se ha ido colonizando el territorio.
El exceso de regulación y la rigidez de la normativa urbanística impiden un cambio real en la evolución del diseño de nuestras urbes. Si bien se aboga por la densificación de las ciudades, en pro de la reducción de la ocupación del territorio y de la sostenibilidad, nuestras leyes ponen obstáculos que van desde los límites a la densificación de las ciudades, a la imposibilidad de reducir espacios libres, aunque solo existan en los dibujos, pasando por la superposición de un exceso de normas, todo lo cual convierte al planeamiento en un sudoku irresoluble.
Hay una renuncia total a la planificación. Los planes se han convertido en herramientas que tienen como finalidad o como consecuencia, depende desde el lado en que se mire, la asignación de aprovechamiento (valor) al suelo. Se han instalado en la disciplina una serie de mantras intocables: no reducir los derechos consolidados de los propietarios de suelo, es decir, los asignados por el planeamiento anterior; no dejar usos o edificaciones fuera de plan, es decir, lo que permitía el plan anterior; no reducir espacios libres que ni siquiera existen, es decir, mantener en los planos los del plan anterior, etcétera. Ha acampado lo que entre los redactores de planes se ha venido a llamar el Standstill, el estarse quieto, el inmovilismo.
Además, la excesiva judicialización ha provocado que lo único importante en todo instrumento sea el procedimiento, y no la calidad del plan, el diseño, el resultado. El urbanismo, una disciplina eminentemente técnica y multidisciplinar, se ha visto relegada a lo jurídico, al cumplimiento de un embrollo de leyes y procedimientos.
Se ha dejado de lado el mundo de “las ideas”, que mejoran la vida de las personas, en pro de un urbanismo demasiado regulado que solo entiende de aprovechamientos y procedimientos. Y se tarda tanto en redactarlos que, en esta modernidad líquida, ya están muertos cuando nacen.

*Arquitectos

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