La diplomacia trata de los intereses y las relaciones entre las naciones. Al intervenir diferentes entidades de carácter político, lo adecuado o no de sus resultados es una cuestión bastante relativa. Sin embargo, como toda ciencia, contiene un bagaje de prácticas y experiencias que permiten adoptar decisiones observando un camino previo de reglas fijas. Luego, cuando los acontecimientos se desbordan y los escenarios de negociación se enconan, el resultado negativo se llama conflicto, y la diplomacia poco tiene que hacer pues su principal misión es procurar que no se produzca. Se puede entender entonces que el conflicto es el fracaso de la diplomacia. Yo, por ejemplo, intento ser diplomático con las cosas que escribo, a pesar de que en ocasiones no pueda evitar que alguien muestre su desacuerdo, por supuesto con todo su derecho. Los problemas se presentan cuando en el platillo de los equilibrios externos se introducen componentes de carácter interno, como, por ejemplo, ciertas obligaciones ideológicas o coyunturales para garantizar la estabilidad que solo demuestran la debilidad de una de las partes.
La presencia de una fragilidad en el equilibrio interior o la movilización de un excesivo ardor patriótico no ayudan nada para resolver los problemas de índole externo. Los errores se pagan caros si se desemboca en el fracaso, como ocurrió en Cuba en 1898, que sumió a todo el país en una profunda depresión. Posiblemente, en aquella ocasión, el Gobierno estaba más preocupado por recuperar su credibilidad, entonces por los suelos, que en promover negociaciones basadas en la sensatez. La honra sin barcos nos dejó sin barcos y sin honra. Alguien dice que estamos frente a un conflicto serio con el reino de Marruecos. En realidad, no nos enfrentamos a la mayor potencia del mundo y, por otra parte, contamos con el apoyo de organizaciones, como la UE y la OTAN, que sirven para garantizar la seguridad y la integridad de sus Estados miembros. El escenario, a brochazos, es como sigue: Marruecos es el gran aliado de los Estados Unidos en un Magreb altamente geoestratégico, y a pesar de que se acuse a la era Trump de haber dado un giro al asunto del Sahara, el presidente Biden ha jugado su baza con Mohamed VI para poner un parche a la crisis Palestina. La rivalidad entre Argelia y Marruecos para controlar el sur de sus respectivos países y garantizar una salida al Atlántico del primero, hacen que el Polisario se presente como la pieza clave en medio de una crisis que se inició hace muchos años. La declarada simpatía de una parte de nuestro Gobierno de coalición por uno de los intereses en contienda no ayuda mucho. España parece tener una obligación moral con los territorios abandonados hace más de cuarenta años, pero esto, dentro de la acción diplomática, ahora no es lo preponderante. Tengo la impresión de que la petición del Gobierno de Argel para atender al presidente de la RASD en un hospital español, pendiente de una causa judicial, ha sido un caramelo envenenado, un misil perfectamente calculado para conseguir sus objetivos.
Podían haberlo derivado, por las mismas razones humanitarias, a otro país de la UE donde, a buen seguro, no habría causado tanto revuelo. No voy a analizar la situación buscando culpables. En diplomacia todos lo son, aunque ninguno lo asuma. Ahora la batalla se ha convertido en un asunto de política interna y cada cual pretende sacar tajada de sus posicionamientos. Esto es lo que contemplan los Estados Unidos, los países del Norte de África y nuestros socios de la Unión Europea. Me imagino que la Inteligencia de las naciones habrá construido una versión aproximada de los hechos. Podríamos constatarla leyendo a los diferentes medios internacionales. Lo que no se puede pretender es que tengamos que admitir, sin más, la versión oficial como si fuera la verdad absoluta.