Julien Viaud, conocido por el sobrenombre de Pierre Loti, fue un escritor francés al que menciono en mi libro “En medio del tumulto”, porque siendo yo un niño se lo leía a mi padre mientras intentaba curarse de una enfermedad que lo llevó a la muerte a los 37 años. Siempre me gustó Lotí, del que había leído Galilea, El Desierto, Estambul, Supremas visiones de Oriente y Peregrinos en Angkor. Hace poco, el día de mi cumpleaños, fui a comer a La Bruma con mi gente más cercana, y Suso Purriños me regaló dos novelas de este autor, sabedor de lo que me gusta, por lo que le estoy infinitamente agradecido. Son una joya, editadas en 1934, con ese papel grueso que se parece a los materiales reciclados del momento. Así merece la pena tener amigos. Hace unos días ha estado por allí Emilio Sánchez Ortiz, al que hace tiempo que no veo, y por medio de Suso nos hemos intercambiado recuerdos cariñosos. A lo que iba: estoy leyendo una de las obras de Viaud que no conocía, Jerusalén, y desde el mundo actual me traslado a 1895 y a la visión de la ciudad bíblica que me ofrece esa época. Otro libro encantador es el Viaje a Oriente de Gustave Flaubert, donde narra un periplo realizado, entre 1849 y 1851, por esos territorios para mi siempre subyugantes. Una forma de entender al mundo allí donde el mundo, o al menos el nuestro, tiene su origen. Hoy veo en la prensa las noticias de los enfrentamientos en Israel y mi memoria recorre la historia de una zona convulsa desde que los hijos de Abraham, o los descendientes de Moisés andaban con el tabernáculo a cuestas, una especie de altar portátil en donde dar culto a su dios, el único, el verdadero, por el que se han matado los hombres desde el principio de los tiempos. Loti me cuenta cómo ve a muchos peregrinos rusos visitando los lugares sagrados, y yo me pregunto dónde queda tanto fervor unos años más tarde, cuando la revolución le da la vuelta a ese inmenso país. Describe un paisaje de tierras blancas, grises o rojizas, de llanuras por debajo del nivel del mar, de un mar denso, bajo y salino que recoge las aguas de un río Jordán que aparece y desaparece, arrastrando los sedimentos escondidos entre cañaverales tupidos. Habla de la pobreza ruinosa de la tumba de la virgen, en Jericó, y yo lo comparo con el lujurioso ambiente de la Roma renacentista. La cultura lo trastoca todo y lo traslada en el lugar y en el tiempo hasta hacerlo irreconocible. Sin embargo, hay una constante de invariabilidad en las cosas que se repiten cada cierto tiempo, como los eclipses, o como los cometas que nos visitan, o, porque no, como las plagas y las pandemias. A pesar de todo, el mundo sigue adelante y lo nuevo es una renovación del pensamiento viejo adaptado a los moldes del progreso. Me gustan los libros que hacen una mirada histórica global de las cosas que ocurren, como “La decadencia de Occidente” de Oswald Spengler. Ahora leo “Los enemigos del comercio”, de Antonio Escohotado, y compruebo lo alternante que es contemplar a la pobreza como virtud o a la riqueza como un triunfo. Nos la hemos pasado echando a latigazos a los mercaderes del templo y volviéndolo a reconstruir para que establezcan allí su negocio. No hallamos término medio en esta controversia. Mientras tanto, el progreso nos arrolla, siempre a expensas de que el progresismo intente ponerle freno. Terminé la obra de Irene Vallejo, “El infinito en un junco”, y tuve la misma sensación de globalidad alternante descubriendo el camino de los libros en su lucha eterna por no ser víctimas de los iconoclastas. Nada hay nuevo bajo el sol. Nihil est novum sub sole, como dice el Eclesiastés. Nuestro problema consiste en el olvido de esta norma que nos hace creer en un adanismo permanente. Todo empieza el día en que nacemos. Las ideas son nuevas, y la entrega ciega que hacemos para defenderlas también. Como decía Enrique Santos Discépolo, el Discepolín de los tangos, “El mundo fue y será una porquería, en el 510 y en el 2000 también”. Ahora leo en El País, “La coexistencia arde en choques sectarios en Israel”, y yo pienso que eso ocurre en todas partes, por una cosa o por la otra. Mientras tanto, disfruto con la lectura de este Jerusalén de Pierre Loti, donde todos se pelean por ser los dueños de un culto que a todos pertenece, donde todos siguen tirando de las esquinas de la túnica de un hombre llamado Jesús, que murió allí hace muchos años para enseñarnos que las cosas se construyen con el amor y no con el odio, que en las confluencias está el alimento sano para el desarrollo de la vida, y que los enfrentamientos son la demostración de esa reacción newtoniana que llevamos en nuestro interior. Lo malo es que lo confundimos con el equilibrio necesario contenido en el principio general de la Estática.