tribuna

Todos tontos

El problema que tiene la izquierda cuando pierde unas elecciones es que los que no la han votado se convierten en imbéciles o fascistas. Esta es una mala reacción, porque acrecienta el espacio que la separa de la sociedad. La escasez de autocrítica hace que no se vean los errores en uno mismo y se le eche la culpa a los demás de todo lo que ocurre. Madrid ha amanecido tonta de la noche a la mañana, o hay más idiotas de lo que se pensaba, o la estupidez se ha unido para demostrar su fuerza imparable. Ya se sabe, el mundo es de los gilipollas, y esto se ha venido a demostrar una vez más al ver unos resultados electorales desfavorables. Lo peor es que el día antes de los comicios se halagaba al pueblo diciendo que su decisión era infalible, que lo que decían las urnas era la consagración de su voluntad, y todas esas majaderías lisonjeras que se lanzan para captar la simpatía, como la zorra a los pies del árbol donde se posa el cuervo con el queso.
Al día siguiente, si las cosas no salen tal y como estaban previstas, lo que eran alabanzas se convierte en improperios, y el pueblo soberano pasa a ser comparsa de una diabólica tropa de incapaces tramposos que los han engañado. Es el fascismo el que nos ha invadido de pronto y se abre el recuerdo terrible de los campos de concentración. La mano negra ha ensombrecido la inteligencia de las mayorías, les ha sorbido el cerebro y los ha transformado en víctimas de una subnormalidad profunda. Así interpreta el fanatismo la debacle que se ha sufrido en Madrid. Y digo fanatismo porque es la palabra que sirve para definir a una irracionalidad que ciega las mentes de los que no aciertan a encontrar el camino de la rectificación y se entregan a la pataleta. Pues tengo que decir que no. Que en Madrid no hay más tontos ahora que los que había antes del día 4. Es más, podría añadir que esta reacción desordenada parece ubicarlos en el lugar donde aseguran no estar. En el año 1979, después de las primeras elecciones democráticas, un amigo socialista, que era profesor universitario, me dijo que no entendía cómo no había ganado el PSOE, siendo la mayoría de los electores obreros y españoles, palabras que estaban recogidas en las siglas de su partido. No se me ocurrió llamarlo tonto por decir eso, aunque sí pensé levemente que lo era. Quizá la tontería estaba en llegar a esa conclusión, pero fui condescendiente y lo achaqué a una justificada decepción ante un cálculo equivocado que se había hecho de una situación nueva en la que no teníamos demasiada experiencia.
Ya desde entonces se empezaba a entender que las siglas y los eslóganes que engloban a la idea de unos pocos tienen necesariamente que influir sobre el resto, al que no se le considera el albedrío suficiente para elegir en libertad. Claro que hay obreros y españoles que no votan a la izquierda, y no son tontos por eso, como se hartan de decir algunas propagandas. Tuve un profesor de Materiales, don Juan Montero Pazos, que recomendaba no hacer caso de las marcas de los cementos con nombres poderosos, como Titán, Volcán, Sansón, Hércules, etc. Decía que había que aplicar ese refrán de “dime de lo que alardeas y te diré de lo que careces”. Afirmaba que una excesiva declaración de fuerza era una demostración tácita de debilidad, y creo que en eso tenía razón. La Codorniz, aquella famosa revista humorística del franquismo, se vendía como la más audaz para el lector más inteligente, y había una legión de tontos devanándose los sesos para entender la sutileza escondida de una crítica inexistente. Esa publicación pasaba la censura, igual que todas las demás, con la dosis suficiente de misterio camuflado en sus páginas que nos hiciera sospechar que disfrutábamos de algo de libertad para descubrirlo. Otra mentira más.
Hoy estamos en las mismas. Todos los que votan a la izquierda son extremadamente sagaces e inteligentes. Los que no lo hacen son imbéciles. Si solo se quedaran en eso no estaría mal. De la estulticia se sale, basta con cambiar el voto para convertirse en uno de los siete sabios de Grecia. Lo malo es que también, de paso, sean unos fascistas dispuestos a desempeñar el cargo de porteros en un campo de concentración. ¡Ay Dios!

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