tribuna

Tres pintores naif

No entiendo mucho el discurso de la pintura naif. Intento asimilarla a un estilo literario y no logro encontrarle una relación. No es comparable con una forma aparentemente pobre y procaz. Quizá Salinger, pero Salinger obedece a otra cosa. Está rozando un vanguardismo atrevido, y lo naif no es algo que pueda considerarse de vanguardia. Tampoco el naif es balbuciente ni torpe. Es un lenguaje distinto, como parido por los hijos de un Dios menor, aunque a veces comparta un lugar intelectualmente superior. Conocí, en tres épocas distintas de mi vida, a tres pintores naif y los tres eran diferentes, tanto en los temas de sus obras, como en su compromiso con un especial ámbito de la cultura, como en la conformación de su carácter. El primero fue Miguel Capel. Asistí a su primera exposición en René Metrás de Barcelona, en 1965. René tenía estas cosas, y en algún mes muerto metía a Capel, que hizo varias exposiciones en la sala de la calle Concejo de Ciento, muy cerca del restaurante Orotava. ¿Cómo era posible que en la galería donde se exponía el arte más moderno tuviera cabida un hombre como Capel? Fuimos después del vernissage a la casa de César Santurio, donde parecía que había un ambiente dispuesto a tomarle el pelo al artista. Confesaba sufrir mucho cuando pintaba, pero yo creía que su padecimiento era debido a la exhibición de un sacrificio exagerado que le obligaba a llevar el alma arrastrada por los suelos, o colgada a la espalda como un sambenito. Había un cuadro enorme con un caballo en alzada, hecho a base de creyones y de ceras. Se veía muy trabajoso, pintado cerda a cerda, como si le estuviera tejiendo la piel en cada trazo. Su mérito era hacer aquello desde su mirada extraviada, como huyendo de la broma permanente que se organizaba a su alrededor. Capel le tenía miedo a la burla, pero a base de eso se fue haciendo un nombre y llegó a vivir de su oficio, reconocido como uno de los mejores pintores naif del país. El segundo era Argimiro España. Vivía en la calle Alberto Aguilera, de Madrid, casi enfrente de la famosa tasca de vinos El Comunista, que está en el número 35, donde un día José Irán Medrano se tropezó con Julio Cortázar, y éste se volvió para decir: “Ché, ¿vos no sos Medrano?” Argimiro nos llevó un día a su casa, a José Manuel Cervino y a mí para enseñarnos sus cuadros mientras nos invitaba a un huevo frito. Eran alegorías históricas, como las que exponían los charlatanes de feria para ser narradas a golpe de punzón. Recuerdo un cuadro con Napoleón en la isla de Santa Elena, y Josefina en la casita, que era como llamaba a la malmaison. “Él se fue a morir al destierro y ella se quedó con la casa”, decía. Argimiro tenía un punto de cadavre exquis, un disparate de desorden en su ideario artístico. Un naif en periodo de formación, pero plena y diabólicamente libre. Poseía la riqueza imaginativa del que ha acertado a descubrir el lenguaje de los garabatos, incluyendo un cierto orden lógico en el desbarajuste. Hoy se venden sus cuadros en las subastas a precios muy interesantes. El otro pintor era malagueño, primo hermano de Pablo Ruiz Picasso, y se llamaba Manuel Blasco Ruiz. Era la pura ingenuidad tratada desde una gran formación intelectual, quizá con un forzamiento que no era capaz de disfrazar su impronta. Pintaba plazas repletas de personas en el paseo de la tarde; corridas de toros en la Malagueta, y la Gran Peña con los camareros sirviendo la merienda; grupos bailando verdiales bajo los árboles de los montes de Málaga; la calle de Larios con las ventanas abarrotadas de señoras para ver el paso de una procesión, y estas cosas que parecen emparentar a lo popular con la expresión pobre, pero excesivamente colorista, de un arte que nace de la ingenuidad. Manolo Blasco se reunía en torno al grupo que había vuelto a editar la revista Litoral, la que fundaron Emilio Prados y Manuel Altolaguirre y donde publicaban los poetas de la generación del 27. José María Amado Arniches, nieto de don Carlos, era el gran oficiante, casi siempre en casa de Pepito Jiménez Rosado, el abuelo de Alberto Ruiz Gallardón, que vivía en aquellos años con Aitana Alberti, la hija de Rafael. Ya no se ven pintores naif, han sido sustituidos por los grafiteros, pero antes eran el reflejo de una España simpáticamente atormentada por no llegar a ser lo que realmente quería ser. Por eso burlaban el camino de la academia en busca de lo auténtico, y es que, en el arte, aunque el gran público no se lo crea, lo difícil es salirse de los cánones, y esos romanticones zarrapastrosos estaban intentando hacerse un sitio en el escenario de lo original y de lo diferente. Solo unos pocos lo consiguieron.

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