tribuna

Carrère

Emmanuel Carrère dice que siente una afinidad con los españoles y los rusos porque no son gente del todo razonables. Quiere decir que ejerce un cierto grado de simpatía por esa condición aparentemente dislocada. Dicho por alguien que se reconoce bobó, a la vez burgués y bohemio, no está mal. El País destaca esa afirmación como lo más valioso de la entrevista que le hace Marc Bassets, y yo no entiendo aún si lo que quiere resaltar es una opinión positiva o un baldón (me refiero al periódico). En la ciencia homeopática pequeñas dosis de algo tóxico tienen un alto efecto curativo. Quizá se refiera a ese gramo de locura tan necesario para equilibrar la sensatez con el disparate y preservar los componentes nada despreciables de la condición humana tan contradictoria. Ser mitad monje y mitad soldado, Quijote y Sancho, terrorista y alumno de la catequesis de la parroquia, son cosas que se pueden equiparar al arriesgado carácter ruso de jugar a la ruleta con un revólver o beberse una botella de vodka en el alféizar de una ventana. ¿En qué consiste no ser del todo razonable? Si fuéramos capaces de aislar los hechos históricos que definen esa característica podríamos llegar a entender lo que somos ahora. Aquí la heroicidad ha consistido en arrojar un puñal desde las almenas de la fortaleza para que asesinen a tu hijo, o en entregar una flota para que el enemigo se entretenga hundiéndola como si estuviera practicando el tiro al blanco en una caseta de feria, o en defender a Zaragoza dando cañonazos a la orilla del Ebro como hiciera Agustina. Debe ser por eso que guarda silencio al pasar por el Pilar. Lo de no ser del todo razonable es una rareza, y como tal hay que tomarla. Ahora hay que sentarse a dialogar con los botiguers, incluso indultarlos sin que lo pidan para que no los llamen botiflers. ¿Quién no es del todo razonable en este caso? Carrère lleva las fronteras de Europa desde Rusia a Finisterre, cuando hasta la fecha esa condición de límite la compartíamos con Polonia. Incluso en nuestro territorio se marcan las diferencias extremas denominando polacos a los catalanes, como hacía consigo mismo Manuel Vázquez Montalbán. Lo de españoles y rusos evoca una época de fascinación en la que tanto recurríamos a entronizar al padrecito Stalin como a ir al sitio de Stalingrado siendo miembros de la División Azul. Allí estuvo Berlanga que tan bien supo luego retratar la identidad disparatada de nuestra España diversa en “Bienvenido míster Marshall” o en “La escopeta nacional”. Parece que a los franceses les resulta más fácil hacernos la descripción que a nosotros mismos. Ya se sabe que ningún jorobado se ve su joroba; por eso los galos, desde la época de Teófilo Gautier, aprecian mejor nuestros defectos y nuestras virtudes. Quizá esa sea la razón por la que la Carmen de don Próspero Merimée, la cigarrera de Sevilla, llevaba una faca escondida en la media, para sacarla en los momentos en que era poco razonable. Me gusta el Carrère de “El Reino”, un gran libro sobre la confusión en los orígenes del cristianismo. Quizá ahí podríamos aprender cómo del desorden puede surgir el orden más estricto si se saben mantener los fundamentos de su esencia. España, según el escritor francés que acaba de ganar el Princesa de Asturias, tiene esa pizca de disparate que la hace sorprenderse así misma, pero con la suficiente conciencia para no resistirse al retorno a la sensatez. Hay que aprender a convivir con ese punto de sinrazón que nos hace pintorescamente diferentes, pero sin pasarse. Puede que un loco y su escudero patán se conviertan en los protagonistas de una épica, también que un idiota se haga cargo de los asuntos de gobierno (esto es más frecuente de lo que parece) o que un cantamañanas congregue a una multitud en una plaza para lanzarle su discurso lleno de eufemismos endebles. Esta escasez de lo razonable consigue transformarse en destellos brillantes para no perder la esperanza de regresar a la inteligencia prudente. Ese carácter no razonable son excursiones por la disipación, alejamientos intencionados de lo políticamente correcto, comportamientos de aficionados a lo bobó. Nada importante, lo diga quien lo diga.

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