tribuna

El virus, África y América al fondo

Hay por ahí más de uno que ha tenido ya el sueño circular de una nueva pandemia, sin solución de continuidad, que se superpondría a esta de la que aún no hemos salido. Si la mejor muestra de normalidad es que vuelven los viejos problemas a ocupar su escaño, es evidente que a España, con la crisis agravada del conflicto saharaui con Marruecos y el rifirrafe de los indultos del procés, le crecen los enanos que en realidad son los fantasmas de toda la vida. Junto a la ira alauí, están resurgiendo los odios intestinos, que en sí constituyen una pandemia de otro tipo, como la confrontación de las dos Españas, con sus filiaciones y fobias ideológicas que trajeron rabia, cisma y guerra desde los bajos fondos de la política. Somos esto que ya éramos, una sociedad desavenida, condenada a contrariarnos, en permanente reyerta. La pandemia no nos ha curado de esos males endémicos, y el regreso de los instintos es la mejor prueba de que, a las primeras de cambio, volvemos al estado natural, a los egos revueltos, en la teoría de Juan Cruz.
El estallido del contencioso hispano-marroquí data del 75, pero ha pasado casi medio siglo, y no se ha movido una hoja. Bastó que el telurio (por algo conocido como el metallum problematicum) excitara, desde su hallazgo en 2017, las apetencias de Marruecos, para que se lanzara a través de los mares a reivindicar para sí las islas abuelas, al sur de El Hierro, nuestras parientes lejanas que yacen en el lecho submarino como un recuerdo primitivo de nuestros trasfondos. No es solo la amenaza de las fronteras, sino el impulso anexionista que Marruecos lleva en la sangre, que no conoce límite y despierta un sincero recelo en nuestro archipiélago, de vocación pacífica, en contraste con la ansiosa ambición desafiante del vecino. De ahí sus leyes marítimas que generaron suspicacia antes de amordazarnos el virus. No eran tan inofensivas como pregonaban arteramente. Contenían la semilla de esta obcecación por hacerse, si los dejan, con el mar y la tierra a su alcance tras la mitificada marcha verde, que duerme en el limbo de los hechos consumados.
De todo lo cual se desprende que la pandemia empieza a ser el telón de fondo de las disputas consabidas, que vuelven a su cauce como un signo de normalidad. De tal modo que España -y Canarias en primera línea- reabre sus heridas con África, cuyo origen no empieza y acaba en el Sáhara, sino que es parte de todo un guion anterior, con raíces, cuando menos, en la II Guerra Mundial, como solo basta comprobar repasando el contenido de la entrevista de Franco y Hitler en Hendaya, en aquel vagón del tren de la historia, hace poco más de 80 años. Cuando los dos dictadores conveniaban, sin llegar a comulgar, sobre las querencias de cada uno respecto a África, a Marruecos, a Gibraltar y a nuestras Islas, convertidas en conejillos de Indias. No nos hemos movido del sitio de aquellas componendas de las potencias y ahora vuelven las maniobras de Estados Unidos con Marruecos, aquí al lado, a recordarnos el mar de fondo de nuestra involuntaria posición estratégica. Ni el virus ha podido con este comején de la geopolítica.
No, la pandemia no entierra esos demonios familiares. Y respecto a ella, ocurre algo imprevisto. Es verdad que la virulencia de los virus -ya cabe hablar en plural- ha ido remitiendo a ojos vista, que la incidencia acumulada baja en casi todas partes de nuestro entorno y los hospitales respiran con cierto alivio. Pero no es menos cierto que nos estamos precipitando -en España y en buena parte de Europa, sobre todo- en el afán de lanzar las campanas al vuelo. Basta mirar al sudeste asiático, a Malasia (de 32 millones de habitantes) cerrándose a cal y canto con la aparición de variantes más infecciosas del patógeno, y dar un salto a Reino Unido, que retrasa su desescalada con verdadero pánico a otra ola, para convencernos de que nuevas cepas como la de India (elevada por la OMS a categoría de “preocupación mundial” por su resistencia a las vacunas), y sus combinaciones híbridas, no son un espejismo. Estamos pecando de exceso de optimismo, quizá.
Y lo que hay en el umbral son nuevos episodios que desconocemos. Cuando incluso barajamos -Canarias ya lo hace también- la idea de quitarnos pronto la mascarilla en espacios abiertos, queriendo pasar página al toque de queda y sus reminiscencias, y enfilamos ufanos la inmunidad de grupo con innegables progresos, la realidad, obstinada, nos sacude con las noticias que más tememos. Hay regiones del planeta que podrían tardar más de 50 años en inmunizarse. De los 2.000 millones de dosis de vacunas administradas en todo el mundo, el 28% corresponde a países del G7 y solo un 0,3% a otros de renta baja. A este ritmo, los países pobres tardarán 57 años en vacunar a su población, y los ricos concluirán esa tarea en enero del próximo año. Blanco y en botella, hay un riesgo de color leche como en la famosa ceguera de Saramago.
Podemos seguir mirando para otro lado, fingiendo que el puzle se armará solo. Pero las tozudas cifras no conocen mascarilla para disfrazar la realidad: en Perú, que este domingo elige presidente tras décadas de graves fricciones políticas, se registra la mayor tasa de mortalidad del mundo por COVID-19, con más de 180.000 víctimas hasta el momento, en un contexto catastrófico de América Latina (67 millones de contagios y millón y medio de vidas humanas perdidas). Ese era, hasta no hace mucho, nuestro lazo sentimental más estrecho con el exterior, América, a la que hemos dado la espalda (Venezuela, Cuba…) desde la Gran Recesión, poniendo en apenas un decenio toda la distancia del mundo con lo que era nuestro marco de referencia. De ahí que ahora nos estemos debatiendo en un punto ciego, con América alejándose por la lógica de la geografía a la que nunca hicimos caso, y África, de uñas, mirándonos en la orilla opuesta. Es un momento inédito en nuestra geografía de pueblo tricontinental. Cuando no teníamos a África -la más esquiva-, teníamos a América. Y ahora no tenemos ni a una ni a otra. Y Europa nos tutela, pero no se hace querer.

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