Cuando la presidenta madrileña, en la manifestación de Colón en contra de los indultos a los políticos catalanes condenados, involucró al Rey en la cuestión, formulando la pregunta retórica de si va a firmar tales indultos y lamentando que se le haga cómplice de los mismos, muchos creyeron que, por fin, la habían sorprendido en un renuncio. Creyeron que a Isabel Díaz Ayuso se le había escapado la frase, que podría interpretarse como una crítica al titular de la Corona; que sus pensamientos la habían traicionado y había manifestado lo que opina realmente. Y, desde luego, en los despachos de la calle Génova se extendió una ola de escalofríos mezclado con una secreta alegría: la líder alternativa a Casado se había metido en un jardín del que le iba a ser difícil salir. Peor para los populares, porque su presidente –sin carisma ni liderazgo, cansino y repetitivo- es más que probable que pierda de nuevo ante Pedro Sánchez las futuras elecciones generales, mientras Díaz Ayuso sería precisamente la única candidata con posibilidades de ganarle.
Otro sector llegó incluso a reprochar a la presidenta su supuesta ignorancia de la Constitución. Sin embargo, todas esas opiniones evidenciaban un completo desconocimiento de la personalidad política de Díaz Ayuso y, sobre todo, de sus relaciones con Miguel Ángel Rodríguez, su jefe de Gabinete, que es el hacedor de la naturalidad, cercanía y sencillez de la presidenta madrileña, de su conexión con el ciudadano de la calle y, en definitiva, de su credibilidad, honradez y sentido común, las cualidades que consagran absolutamente a un político y le hacen triunfar en las urnas. Los dos constituyen un formidable equipo, similar al que forman en La Moncloa Pedro Sánchez e Iván Redondo. Y todo eso se comprobó al día siguiente de la manifestación, cuando Díaz Ayuso se reiteró en sus palabras, de las que se podía deducir sin esfuerzo que el presunto desliz había estado perfectamente planificado, y sus efectos habían sido los expresamente buscados: Rodríguez nunca deja nada al azar.
Por supuesto que la presidenta madrileña y su jefe de Gabinete saben que la firma -la sanción- de la ley que conceda los indultos es un acto formal debido que el Rey no puede rehusar ni pronunciarse sobre su idoneidad. Y que, en consecuencia, el Rey no es responsable político del contenido de lo que firma –sanciona- porque su firma siempre ha de ir acompañada de la firma de la autoridad que lo refrenda, en este caso el ministro de Justicia. Es la institución del refrendo, que la doctrina francesa –coherentemente- denomina doble firma.
En el pasado, en las monarquías constitucionales que precedieron a las actuales monarquías parlamentarias, el monarca retenía efectivamente el poder ejecutivo, con lo cual la sanción de las leyes no era un acto debido y el rey podía negarla, es decir, podía vetar una ley aprobada en el Parlamento. Hoy en día los monarcas solo retienen un poder simbólico representativo de arbitraje y moderación institucional, heredero del poder que Benjamin Constant, en sus “Principios de Política”, denominaba cuarto poder. Pero no olvidemos que, paradójicamente, sanción también significa castigo, y la sanción real a la ley que indulte a los políticos catalanes condenados les levantará su condena: esta vez el crimen no será seguido del castigo.