Un grupo de médicos recopiló años atrás los casos de quienes, clínicamente muertos, alimentaron con sus relatos la conclusión de que la conciencia puede vivir fuera de nuestro cerebro; una experiencia que, vaya por delante, no puede ser percibida por ninguno de los cinco sentidos —dijeron—. Al parecer, no conformes con escuchar, los investigadores avalaron historias de pacientes describiendo escenas que solo podían haber observado fuera de su cuerpo. Hay más. Algunas voces afirman que cuando el alma deja su cuerpo biológico sobreviene una expansión de la conciencia. Según estas tesis, posiblemente asumidas en el transcurso de una larga sobremesa de viernes, el alma se despide una vez que siente, y percibe, que familiares, amigos y conocidos están bien —o cuando confirma que están bien jodidos, depende del carácter del finado—. Otras narraciones, menos ambiciosas, aparcan la muerte para centrarse en el sueño y, una vez ahí, sugieren que cuando dormimos, a veces, pocas, pero alguna vez, el alma pasea por la casa o callejea. Una primera, segunda o tercera lectura de cualquiera de estas teorías invita poderosamente a tomarlas a broma. Otra cosa es lo de las vacaciones. Ahí sí, algo pasa. Cuando quedan solo cuatro días para desconectar —o para conectar, según se vea— algo ocurre, algún fenómeno bastante paranormal altera (primero) y rompe (acto seguido) la convivencia razonable que durante el resto del año protagonizan cuerpo y alma. Cuando el olor de la arena mojada, del mar de las primeras o últimas horas del día, los picoteos a deshora, las escapadas sin guión, el desorden, la improvisación, las carreras tempranas, el sabes tú o el qué sé yo irrumpen en el cerebelo, con fuerza, tirando la puerta abajo, cuando tal cosa ocurre, y pasa, el alma hace las maletas, se marcha, coge toalla, bañador y mochila, dejando atrás el cuerpo, abandonándolo frente a la pantalla del ordenador, en la videoconferencia, reunido o al teléfono. Quizá exageren quienes cuentan que los sueños o la muerte son momentos propicios para que el alma se dé a la fuga, puede que novelen más allá de lo admisible. Levitar faltando poco o nada para irse de vacaciones es otro asunto. Cuando quedan cuatro días para calzarnos las cholas —tres, si damos este martes por amortizado— sentimos que empezamos a hacer las cosas sin alma (luego, desalmados). Con el alma de vacaciones trabajamos únicamente con el cuerpo, que se queda de guardia. Estos días el alma nos está esperando con los pies en la arena, describiéndonos escenas veraniegas que solo pueden observarse si el alma efectivamente nos abandona, convirtiéndonos en profesionales desalmados.