tribuna

Ecoterrorismo

Hace tiempo que leí el término ecofascismo

Hace tiempo que leí el término ecofascismo. Fue en un libro del biólogo Antonio Machado escrito durante un aislamiento de catorce días en Laos, unas vacaciones para la meditación en el lugar adecuado para ello. He pensado desde hace bastante tiempo que ese radicalismo en torno a la Ecología existe sin que me sintiera capaz de ponerle un nombre o una etiqueta. Los extremismos siempre aprovechan las situaciones extremas para hacerlas suyas, tanto en las manifestaciones radicales de la izquierda como de la derecha.
Ahora leo en El País que los órganos de seguridad de la UE están preocupados por el crecimiento del ecoterrorismo, otro movimiento que gira en torno a lo mismo. Siempre existe la posibilidad de que en tiempos de alertas y de urgencias surjan terraplanistas, negacionistas, ecofacistas y hasta ecoterroristas. Las alarmas apocalípticas provocan el nacimiento de los guerrilleros del último día. Es un ambiente parecido a la desolación que se describe en La Carretera, de Cormac McCarthy. El mundo se disparata y se desordena ante las amenazas de lo incontrolable. Parece que los cimientos de la civilización se vuelven inseguros de un día para otro, y lo vandálico se enseñorea del espacio vacío que deja un poder inconsistente y poco fiable.
Hace tiempo leí un relato de Robert Vacca que trataba sobre una supuesta catástrofe en EE.UU., como consecuencia de una cadena de accidentes desafortunados. Hordas sin control invadieron las autopistas y las carreteras imponiendo su acción devastadora, igual que ocurre en las crisis políticas de los endebles populismos de América del Sur, cuando el pueblo se echa a la calle para asaltar los supermercados. El clima, como tantas otras cosas que no podemos controlar al cien por cien, produce esos efectos alarmantes, y los niños se ponen al frente de los catecismos salvadores, y los fascistas y los terroristas se apoderan de las investigaciones científicas, de las serias y de las que no lo son tanto, para enarbolar la bandera de las soluciones a ultranza.
Los países comunistas, aparte de alimentar la asistencia de las militancias a los foros internacionales, no se caracterizan por poner en marcha las medidas que allí se recomiendan. Sin embargo, el objetivo común es culpar al capitalismo de todo lo malo que ocurre en el planeta. Quizá tengan razón, pero lo que intentan es convertir a los temas medioambientales en un arma más de la política de bloques. Ahora tenemos ecoterroristas, y según los medios policiales todos comulgan con el anticapitalismo, esa especie de híbrido de amplia definición que ha sido capaz de aglutinar a la izquierda que se encontraba dispersa después de sus últimos fracasos globales. Como siempre, los pequeños grupos aprovechando la oportunidad que les da la democracia para sacar petróleo del miedo y de la intranquilidad.
Afortunadamente las democracias han aprendido a convivir con estas cosas y a defenderse de ellas. A veces coquetean con aquello que les parece cercano a cierto progresismo y confunden, por este procedimiento, a dictaduras con oportunidades de libertad y a tiranías con modelos para fabricar sistemas de felicidad. En este sentido se ha llegado a justificar al terrorismo como un medio de expresión ideológica. Según parece, estos ecoterroristas debaten sobre la conveniencia de que en nombre del planeta es lícito matar a la gente e ir poniendo bombas en los autobuses que contaminan a las ciudades con sus tubos de escape.
Este es el mundo en que vivimos, en el que todos se la cogen con papel de fumar para evitar llamar a las cosas por su nombre. Tal vez se está instaurando una nueva moral que se fabrica en torno a la irracionalidad y a la estupidez. Si es así, se está convirtiendo en una pandemia.

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