por qué no me callo

El virus amplificado por los altavoces

No hacía falta ser un lince para verlas venir. Cuando España, en estado de levitación, desistió del recurso a la alarma el pasado 9 de mayo, no faltaron voces con criterio que alertaron del craso error de bajar la guardia a las puertas de cortejar la inmunidad de rebaño en este mes de julio. Sistemáticamente, los gobiernos en Europa no han dado una a derechas, y de los pocos aciertos que cabía atribuirles, el principal era ese, el estado de alarma, pese al cinismo político que rodea la medida según se esté en el poder o la oposición, pues esta última tanto la repudió tachando a Sánchez de totalitario como la reivindicó con pasión cuando aquel le puso fin.

Ahora que falta ese paraguas para embridar cepas del demonio como la Delta o india, nos enteramos de lo que vale un peine. Pregúntenle al Gobierno canario, con los tribunales enmendándole la plana, qué piensa hacer para revertir la espiral de contagios en Tenerife (con los peores registros desde que se recuerda) sin competencias sobre grupos ni locales cerrados, ni más margen de maniobra que el de apelar a la conciencia ciudadana.

Las noches de Santa Cruz -como de otras muchas ciudades de Canarias y España- acogen fiestas domiciliarias amenizadas con la música amplificada por los altavoces en horas de descanso, sin guardar las medidas de seguridad. Hay dos culturas que conviven o chocan en el seno de la juventud, la de quienes hacen caso omiso a la llamada a la responsabilidad por la ola de contagios y la de quienes hacen cola en el pabellón Santiago Martín para vacunarse y remar a favor. No cabe demonizar a los jóvenes como tales, hay jóvenes y jóvenes, como tampoco hay una infalibilidad ex cathedra en las actuaciones de Sanidad en las Islas. Era la cepa británica la que nos estaba comiendo por los pies en Tenerife y no se decía ni mu hasta que nos salía la COVID por las orejas y saltó la bomba a finales de junio: en la Isla más del 85% de los contagios se debía a la cepa británica y más del 10% a la india. De manera que en todas estas semanas posalarma hemos estado en Tenerife a la buena de Dios: sin medidas restrictivas eficaces y coherentes, sin mensajes de impacto en la población juvenil y sin noticias de Sanidad sobre las cepas que nos devoraban. Hasta que hemos llegado a la hora de la verdad, que es esta, con la Isla devorada por las mutaciones en un archipiélago donde parecemos de otro planeta.

O inventamos una solución ad hoc para un territorio con jóvenes en proceso de vacunación, plagado de las peores cepas, o tiramos de otro estado de alarma y cierres perimetrales como desde este domingo en Extremadura. Lo cual no deja de ser la paradoja más amarga de la pandemia, pues julio estaba llamado a ser el mes de la inmunidad de rebaño, el del 70% de vacunación general, el del fin de las mascarillas en la vía pública, el de los actos multitudinarios y el anuncio de espectadores en las gradas.

No somos los únicos, cierto, es un fenómeno que ha cogido a toda Europa (menos Alemania, que ha vuelto a ser Alemania, con menos de cinco casos semanales por 100.000 habitantes, según el inefable instituto Robert Koch), de Londres a Moscú pasando por Tenerife, no me atrevo a decir Gran Canaria, que tiene el don de reponerse en 24 horas. Somos la Portugal del Archipiélago, y acaso la avanzadilla de la ola que recorrerá toda Europa este verano. Vacunemos a los jóvenes de todas las edades, vacunemos cuanto antes a los niños. Y no demos más palos de ciego. ¡Hasta cuándo seguiremos equivocándonos! Este virus nos conoce mejor que nosotros a él.

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