por qué no me callo

La crisis del Gobierno y de la oposición

Las crisis de Gobierno eran antes las únicas crisis que no entrañaban una devastación. El presidente de turno remodelaba su Gobierno en mayor o menor medida y arrancaba las flores del mal que entorpecían sus planes. Toda crisis de Gobierno persiguió siempre la continuidad en el poder, y hemos seguido llamándola crisis a pesar de constituir una mera renovación y remedo de disfraz. El poder se adorna de aparentes atributos para combatir el paso del tiempo y la erosión. Felipe González fue un taumaturgo del poder, se recrecía cuando daba muestras de decaimiento. Sánchez es una incógnita, pues después de su resurrección en la pasada década, existe el mito del ave fénix que parece creado ex profeso para él.

Ha cogido a exégetas y adversarios por sorpresa la limpia de Sánchez, la deshojación sagrada, que decía Vallejo: “Te holocaustas en ópalos dispersos”. Pero no tiene ninguna gracia ni poesía este descabalgamiento de Calvo, Ábalos, Campo y Redondo, que dan nombre a la crisis de Sánchez. Solo el humor negro de una escabechina en plena pandemia alimenta los corrillos del suceso. Y los entresijos, el mentidero, las numerosas versiones sobre cada una de estas ejecuciones al amanecer dan carnaza al momento, que no es políticamente de los más brillantes, si no el de peor nivel y mayor mediocridad intelectual.

En Canarias, donde los gobiernos de coalición caían como norma de estilo hasta aquel de Paulino Rivero y José Miguel Pérez, ha habido en esta legislatura microcrisis y rachas de rumorología como los pronósticos de Aemet. Era previsible que con la canícula se le calentara el pico a alguien y hubiera algún sofoco. Lo que resulta excepcional, la pandemia, se ha convertido en decorado de fondo; ahora se ha puesto de moda ignorar el virus, hacer como que ya no está o fingirse inmune, pese a la evidente espiral de contagios. En Francia, nuestro espejo, salen a la calle decenas de miles de chalecos amarillos y de todos los colores con tal de afear a Macron que quiera obligar a la gente a vacunarse para entrar en un restaurante o subirse a un avión. Una medida tan sensata como esa, a la vista del progreso de la inmunidad, se convierte en un arma política, como en España la sentencia irrisoria del Tribunal Constitucional sobre el primer estado de alarma.

Sánchez ha cambiado de tripulación para gobernar hasta el último soplo de legislatura, es decir, hasta el último día, después de gestionar el grueso del fondo Next Generation y volver a una cierta normalidad. Políticamente (hoy padecemos el peor PIB político de la historia, insisto), se diría que es una mala noticia para la oposición, que confiaba secretamente en la pandemia como argumento de desgaste del Gobierno, y añadía las salpicaduras de los indultos y las leyes polémicas de Podemos. Ninguna oposición quiere la estabilidad, salvo que sea muy inteligente, y de ahí que si esta crisis no es para acabar con Sánchez (como quiera que se olviden los indultos, como se olvidó la exhumación de Franco) y prevalece la feliz idea, al final del túnel, de un mundo sin pandemia y con dinero para la reconstrucción, el fantasma de González

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