tribuna

La función social del arte

El arte tiene a la libertad como enseña principal. Ha pasado por etapas oscuras asfixiado por el intervencionismo de lo religioso o lo político, con lo que se convierte en una herramienta al servicio de una causa, en un panfleto interesado, y pierde su función principal que es la expresión de la riqueza de la individualidad humana. El arte colectivo ve debilitada su fortaleza si es utilizado como un método de propaganda de las ideas partidarias, como una estúpida epopeya para engrandecer el ego de los mecenas, intentando dirigir a las masas a los fines partidarios de sus promotores. Ya ha ocurrido en múltiples ocasiones y eso llevó a Arnold Hauser a escribir su Historia social de la Literatura y el Arte. Casi siempre que se pone al servicio de una moda o de una idea queda mutilado con alguna que otra prohibición, o con un exceso de catecismo libertario. Así hemos pasado épocas sin desnudos y otras en los que era imprescindible presentar a personajes despelotados para así mostrar una engañosa independencia. Siempre le tocó a la mujer exhibir su cuerpo como un objeto al lado de los varones escondidos detrás de sus ropajes. Se me ocurre pensar ahora en una de estas representaciones mixtas, como el Concierto campestre del Giorgione, o su réplica en el XIX, del Desayuno en la hierba de Èdouard Manet. También están las bacanales de Poussin y hasta algunos cuadros de Picasso. Lo concupiscente ha estado cerca y lejos de lo religioso y lo político, como ocurrió, por ejemplo, con el gran Pietro Aretino, que fue protegido por Julio de Medicis, después papa con el nombre de Clemente VII. Aretino provocaba a la sociedad romana del siglo XVI con sus descarados escritos entre los que destacan sus Sonetos lujuriosos, que fueron acompañados de unos grabados de Marcantonio Raimondi, no menos escandalosos que su poesía. Después de la emancipación del arte del sometimiento a las prescripciones de los salones que imperó hasta la aparición de Baudelaire y los impresionistas, el siglo XX se despierta como un grito de libertad, aunque no se puede desvincular de sus coqueteos con las ideologías, y así sufre la persecución del marxismo revolucionario, por considerarlo inservible para los intereses del proletariado, condenando a la libertad de expresión al destierro del gulag, o patrocinando experimentos más ambiciosos como el Futurismo de Marinetti, dentro del fascismo italiano. Siempre ha habido una tendencia a etiquetar al arte arrimándolo a los intereses de las clases dirigentes. Hoy me desayuno con la noticia de una actuación en el Prado por la que se habilitan salas con pinturas del siglo XIX con “más presencia femenina y mayor atención social”, empezando por el Coloso, atribuido a Goya, y terminando con María Blanchard y sus propuestas cubistas. Me da la impresión de que estamos acondicionando el país para ser un digno receptor de los fondos de recuperación, atendiendo a temas de igualdad, tanto en lo social como en lo referente al género. También esto parece aplicable a los museos. Ya veremos cómo el arte acabará asimilándose al compromiso climático o a la revolución digital. Por ahora, los pintores con los que hablo me dicen que no venden un cuadro. Esto no me preocuparía si no fuera porque vislumbro el inicio de una etapa de tentaciones intervencionistas, donde el arte siempre se ha convertido en la primera víctima que hay que inmolar en nombre de lo políticamente correcto. Cada vez que el arte ha sido forzado a desempeñar una función social es mediatizado desmantelando su verdadera esencia. Lo que ha soportado esa constante que proviene de las decoraciones de la cueva de Altamira, apegado al sentido de tradición que le otorgó Eugenio D’Ors, se ve adulterado por el carácter efímero de las modas y por el intento de influencia de las ideas, cuestiones que jamás compartirán con el arte su vocación de eternidad. Al contrario, lo contaminarán hasta convertirlo en algo diferente a lo que es, todo en nombre de los cambios y de las innovaciones.

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