tribuna

El tranvía de Sarriá

Los tranvías podrían pasar por ser los hijos de los trenes, pero no lo son. Se desplazan entre raíles y dependen de una catenaria de la que se enganchan para recibir la energía. No son del todo autónomos porque están obligados a recorrer siempre el mismo trayecto, por eso son un retrato de la monotonía con que se desarrollaban los movimientos de antes, esclavos de los itinerarios y de las rutas repetitivas, encajonados en el mundo de lo previsto, pero aparentemente dispuesto para la libertad. Más o menos igual que ahora e igual que siempre. Yo subía, a principios de los sesenta, dos veces por semana, hasta Vallvidrera para darle clases de matemáticas a un alumno remolón, hijo de un ingeniero químico que tenía un chalet en esa zona alta del distrito de Sarriá. Iba en un tranvía hasta la plaza y luego tomaba otro que hacía su recorrido subiendo Mayor de Sarriá hasta el final. Yo creo que era el más antiguo que había en Barcelona. Un módulo pequeño, pintado de azul y un diseño del siglo XIX que me recordaba al que atropelló mortalmente a Gaudí en la calle de las Cortes. El conductor llevaba una bata hasta los tobillos y se cubría con una gorra. Iba con su mano fija a un manubrio que giraba empuñándolo por una manivela de bronce reluciente. Me sentaba en aquellos bancos de madera y veía pasar lentamente las casas antiguas de aquel barrio que languidecía sin que el tiempo pasara por él. Me parecía estar en otro mundo, con el bullicio de la ciudad abajo, ajeno a la tranquilidad de un lugar donde parecía que nunca iba a ocurrir nada. El tranvía subía muy despacio, como ayudado por una cremallera, pero no era así, y dependía de los watios que el trole robaba de los cables. Iba muriéndose con el último resuello, como un burrito que escala la cuesta con su paso cansino, sabiendo que, aunque tarde más, acabará por llegar a su destino. Había un taller de zapatería, y un latonero, y un sastre, y una abacería, y todas esas cosas tan necesarias para dar cumplimiento a una existencia elemental. Se vivía de una economía de intercambio, y yo imaginaba cómo el mismo billete iba pasando de mano en mano para repetir la vida estancada, como el testigo de algo que había muerto años atrás. Luego llegaba a lo más alto y me desesperaba intentando que un zoquete de quince años entendiera el cálculo de derivadas. Puede ser que terminara siendo ingeniero, como su padre, y ahora esté jubilado después de pasarse la vida dirigiendo una fábrica. El mundo gira y las cosas cambian. Quizá me recuerde y se arrepienta de su holgazanería, cuando le decía a su mamá que estaba indispuesto y no podía recibir la clase y yo me tenía que volver en el mismo tranvía hasta el paseo de la Bonanova, y tropezarme de nuevo, pero ahora en bajada, con las casas quietas y húmedas que se levantaban a los lados de las aceras. Pensaba que esa tarde retransmitían un partido donde jugaba Kubala y el niño no se lo podía perder. Al pasar por Pedralbes veía el palacete del futbolista y me reía por la pérdida de tiempo. Aquel tranvía me trasladaba a un escenario imposible, con señoras barriendo para adentro en los portales, porque allí se barre al revés, no sea que algo, todavía de valor, se pueda ir por las alcantarillas. Hoy en mi vida han desaparecido las prisas, y la encaro y la observo despacio, con el tiempo suficiente para ver las cosas, como hacía subido en aquel mágico tranvía que me llevaba a lo más alto de Barcelona, Mayor de Sarriá arriba, viajero de una historia que se resiste a escribir el final. Incluso creo que todavía conservo la ilusión para ser el protagonista del principio de algo.

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