tribuna

La Virgen de Candelaria y la Pachamama

A mediados de agosto, como hoy, apetece visitar a la Patrona, con la querencia de nuestras madres creyentes, que le profesaban y profesan una adhesión inquebrantable, con lo que alguien definió como el arraigo isleño acendrado, y uno siente necesidad de liberar las nostalgias amarradas, con las despensas llenas de lo atávico y lo insondable. Somos acaso esto, memoria discontinua de infancias que contienen conjuras y escenas familiares alrededor de imágenes y oráculos que asociamos con los conceptos de vivir y morir. La Virgen de Candelaria, en este punto kilométrico de la vida, nos remite al regazo, lo íntimo familiar que albergaba una imantación por las suertes supremas para superar los batacazos domésticos del día a día gracias a la prodigalidad de la Patrona.

¿En qué familia no se hacían promesas a la Virgen? ¿Y cuántas no se incumplieron sistemáticamente? Yo crecí con la costumbre de ir a ver a la Virgen como una excursión consuetudinaria, aunque en casa también nos saltábamos las promesas contraídas y compensábamos a la Virgen con visitas por sorpresa. Era un acto de complicidad, llevados de la confianza, con aquella veneración campechana que reproducía la informalidad entre nosotros mismos, los miembros de la familia, cuando más tarde faltábamos a la cita dominical de la casa materna.

La Virgen forma parte de nuestras adicciones a América. Una vez hice con Zenaido Hernández un viaje a México. Visitamos a los descendientes del exilio español, al pintor Antonio Otazo y a Nuestra Señora de Guadalupe, porque el rito de ir a ver a la Virgen es un hábito aborigen de bien nacido. Guadalupe y la Candelaria son las dos máximas Vírgenes exportadoras de proselitismo por donde quiera que pasaron. Carlos Fuentes hablaba de la Virgen como la mujer-diosa, que son dos cosas que la engrandecen en un sistema de vanidades hasta intelectualmente machistas. Lo decía con nitidez el mexicano Carlos Monsiváis de su Virgen, como “perímetro místico de millones de personas” y eje de toda una cultura popular. En Canarias le hemos dado la espalda a la Candelaria como musa engendradora desde el hogar al mundo de un patrimonio cultural tinerfeño, canario y universal. A esa representación femenina de la canariedad, con la que se identifica el pregonero Pepe Dámaso, en su loa al báculo y el pañuelo del peregrino, le confería Monsiváis una categoría fundacional: la Guadalupana y la Morenita, como dos eminentes y portentosas luces de mujeres estelares procreadoras de cultura y admiración sin fronteras.

En otra expedición me vi transportando a San Antonio de Texas una imagen de la Candelaria en un vuelo transoceánico con el Ayuntamiento de Santa Cruz al encuentro de don Emeterio Teobaldo Padrón, el herreño conmilitón del doctor Chiscano, y la Virgen llegó ilesa hasta su destino, la iglesia de San Fernando, en la Plaza de las Islas Canarias. Allí debe de seguir, en el suelo y el sueño que fundaron hace ahora 290 años aquellas 16 familias paisanas pioneras que proyectaron nuestras islas hasta la patria de Whitman, el poeta americano que habría cantado a nuestra Virgen de tú a tú (“divino soy por dentro y por fuera”).

La Virgen está en los sentimientos de esas orillas. En la vida gateada y la que hemos construido con los pasos andados y desandados a lo largo de la vida de cada canario, ateo o cristiano. Hemos hecho rogativas a la Morenita y la Virgen ha ido al encuentro del Cristo para invocar lluvias o el cese de la peste. Cuando pase de largo la pandemia, en La Villa de Candelaria no cabrá un alfiler para celebrar la convención de las promesas. Ahora, la Virgen se sumerge en el silencio, concurrida de ausencias. Hasta que llegue ese día.

A la Morenita le debemos la contraseña frente a la adversidad. Compulsionamos desde la niñez invocándola para alejar los males que barruntamos. Es nuestra Virgen de la guarda. No recuerdo otro apego comparable en las devociones sentimentales de mi madre, que no era una beata militante pero le profesaba una veneración emotiva, con lealtad y casi parentesco. Una de mis hermanas se llama Candelaria, como prueba de aquella afinidad de doña Zaida por doña Candela, que nombra a su vez a una de sus nietas. Le contaba sus secretos como a una amiga, eran uña y carne, y mencionarle a la Patrona, ya postrada en la cama con achaques inmisericordes, era mano de Santo. El día que llevamos sus cenizas al pie de la Virgen de Candelaria en su camarín, una mujer de su estatura, con su peinado, que la recordaba en todo, me pidió, como solía hacer ella, que la ayudara a bajar los escalones. No sé qué pasó después, esas cosas a veces se olvidan, la que decide es la memoria, que se lleva sus secretos a la tumba.

Hubo, por tanto, una época en que yo no dejaba de viajar a América. Y continuamente le seguía la pista a la Candelaria, como hice en Sevilla cuando indagué acerca de su famosa Hermandad. Iba y venía al barrio que lleva su nombre en Caracas, como para estar cerca de la Isla; la buscaba en Argentina, en Uruguay, en Perú o, como dije, en México y EE.UU. En realidad, era raro el país donde no hubiera una réplica de nuestra Patrona. De aquí partió desde el siglo XV a toda América. Dicen que Hernán Cortés ya llevaba una medalla colgando al cuello con la Morenita cuando arribó a Tenochtitlan. En Perú, en Puno, es tal el sincretismo de nuestra Virgen embajadora con su Pachamama que allí han conseguido que las fiestas en su honor sean declaradas Patrimonio Cultural Inmaterial de la Unesco. Hay una cosmovisión canaria en el mundo encarnada y representada por la Virgen de Candelaria, que es, más allá, de su condición mariana, una prolongación física y mística de nuestra tierra, como si Canarias estuviera en todas partes cuando uno camina por los territorios que pisó la Virgen. Y estas sensaciones que he desnudado aquí se apoderan de uno, cargadas de evocaciones maternas, cuando llegan estas fiestas de la Candelaria con la canícula y se nos despierta del letargo ese requerimiento ancestral del beñesmén, que debe de ser algo que está en lo hondo, junto a tantos retazos sueltos de uno mismo.

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