tribuna

¿Por quién doblan las campanas en Kabul? Por nosotros

Hay acontecimientos que son así. Llegan de puntillas. Nietzsche decía que llegaban “sobre patas de paloma”.

No los oímos llegar; hace falta un oído muy entrenado para distinguir, tras “el delicado sonido del silencio”, el eco de la explosión.

Sucedió, por ejemplo, en el siglo IV a. C., cuando el Batallón Sagrado de Tebas aplastó a los 400 “iguales” espartanos en la batalla de Leuctra, en Beocia, y, sin que nadie se diera cuenta, doblaron las campanas por la muerte de la hegemonía lacedemonia.

O en la batalla de Queronea, 30 años después, que marcó el inicio del declive del poder ateniense. O en la minúscula batalla de Pidna, a las afueras de Tesalónica, que precipitó el derrumbe del sueño de Alejandro y fue la primera victoria real del incipiente Imperio romano.

O en la batalla de Adrianópolis, que en un principio no fue más que una operación ‘policial’ dirigida por una legión que fue a meter en vereda a bandas de depredadores ostrogodos y que, en su momento, nadie reparó en que fuese el primer acto de la caída de Roma.

Ya describí este mecanismo en 2016, en mi libro El Imperio y los cinco reyes.

Se puso en marcha en la oscura pero decisiva batalla de Kirkuk, en la que vimos a Donald Trump abandonar a los aliados kurdos de Estados Unidos en Irak.

Y es el mismo escenario que se está desplegando ante nuestros ojos, con su sucesor, Joe Biden, abandonando sobre el terreno a otro país amigo, Afganistán.

¿Por qué?

Porque una gran potencia tiene responsabilidades para con sus aliados.

Porque, por muy lejano que nos parezca Afganistán y su guerra, la imagen de esas multitudes de mujeres, niños y hombres tratando de aferrarse a las alas de los aviones estadounidenses que salen de Kabul es demoledora.

Porque el crimen es aún más terrible que el de 1975, en Saigón, considerada una fecha negra en la historia de la decadencia estadounidense, pero de donde Lyndon Johnson al menos tuvo la deferencia de irse, no antes, sino después de haber organizado, con orden, la salida de los 135.000 civiles vietnamitas que habían servido lealmente a Estados Unidos.

Porque el domingo, en Washington, se produjo el vergonzoso espectáculo de que el comandante en jefe de la que fue la primera potencia mundial se dignara a volver de vacaciones para desgranar, en televisión, como si fuera un cuentacuentos de catástrofes, la brillante actuación de su chapucera y lamentable operación de evacuación.

Porque fue una onda expansiva que llegó a Taiwán, a los países bálticos y al mundo árabe, y arrasó la confianza que la gente tenía en la firmeza, la fiabilidad y el valor de la palabra de Estados Unidos.

Y porque hay otras cinco potencias que han aprovechado la oportunidad e intentan llenar el vacío que ha dejado esta debacle.

Turquía, cuyo presidente ha abogado por un acercamiento ‘gradual’ a los talibanes en una conversación telefónica que mantuvo con Putin el sábado pasado.

Putin, quien, en una rueda de prensa con Angela Merkel en la que se permitió el lujo de dar una lección de gobierno a los ‘irresponsables’ estadounidenses, se congratuló de las ‘señales positivas’ que enviaban los talibanes, así como de su comportamiento “civilizado”.

El cambio de opinión de Irán, que, a pesar de su longeva disputa con los pueblos suníes, vio cómo su ministro de Asuntos Exteriores, Mohammad Yavad Zarif, celebraba la ‘derrota’ del ‘Gran Satán’ en julio en presencia del líder talibán Sher Mohammad Abbas Stanikzai.

Los chinos, cuyo ministro de Asuntos Exteriores, Wang Yi, se reunió el 28 de julio con el mulá Abdul Ghani Baradar, hombre fuerte de los talibanes y actual número dos del régimen.

Y, por supuesto, la internacional islamista, que, detrás de Qatar y los Hermanos Musulmanes, sabe que ahora tiene, incluso en mejor posición que en Mosul o Raqqa, un Estado islamista de pleno derecho desde el que preparar el asalto ideológico y, Dios no lo quiera, terrorista contra las democracias deshonradas.

grandeza frustrada

La Historia, por supuesto, aún no está escrita. Los hombres que hacen Historia nunca se libran de un momento de grandeza que una mala pasada del destino frustra de manera repentina.

Pienso, en particular, en el Panshir, donde otro Masud, desmintiendo la frase de Marx de que la historia se repite como farsa, coge el testigo de su padre, el héroe asesinado en la víspera del 11 de septiembre: que Occidente acuda en su ayuda, que Francia, por ejemplo, escuche su llamamiento de auxilio y que se entere de que es allí, en ese valle de esperanza y libertad, por donde pasa la línea del frente entre las cinco potencias revisionistas y quienes siguen plantándoles cara.

Quizás así el resultado sea diferente. Pero, por ahora, la situación es la que es. La imagen de las democracias liberales es la que, a través de la más prominente de todas, parece mancillada en todos los rincones del mundo.

Un nuevo orden de las cosas toma forma ante nuestros ojos y en una región que nadie ignora que es el escenario de la ‘gran partida’, la más importante de todas.

Y, entre el estruendo de los rotores y el bullicio de las llamadas de auxilio, vemos un paradigma que se reproduce con una redistribución de roles, influencias y descréditos.

Si esto fuera cierto, y si el mapa de poderes, influencias y alianzas se fijara de esta manera, entonces Kabul sería nuestra Pidna o nuestra Queronea: hoy, nuestro tormento; pronto, nuestro remordimiento, y, muy pronto, nuestra tumba.

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