Cuentan que muchos vecinos de las casas amenazadas por la lengua de lava -los de mayor edad, preferentemente- dicen a sus hijos, familiares o amigos que prefieren aguantar algo más, apurar un poco, esperar unas horas o días a ver qué pasa o si pasa sin que a ellos les pase, en el convencimiento (por su cultura de apego a la tierra, criados en la idea de que nunca debe dejarse sola) de que quedarse equivale a defender su terreno e irse implica rendirse, tirar la toalla, entregar sus casas al volcán, arrodillarse, dejarse vencer. Me dicen que cuesta convencerlos de que la lava no distingue entre casas abandonadas o habitadas. Cuentan que su relación con la tierra que los vio crecer no atiende a razones, solo a emociones. Abandonar la casa dibuja, a sus ojos, una derrota sin precedentes que pone punto final a la historia que sembraron los abuelos o bisabuelos. Al desalojarlos, conscientes de que la lava puede convertirlos en exiliados sin retorno posible, sienten que les cortan el cordón umbilical que los une a la única vida que han conocido, y tenido. Si la lava se traga sus casas no habrá reconstrucción posible ni Gobierno que lo pueda intentar siquiera. Si una lengua engulle la finca solo les queda un larguísimo camino, un viaje tan duro como el que hicieron los ancestros que décadas atrás emigraron para poder comprar esas tierras, un éxodo que los llevará -para siempre- a un piso o solución habitacional temporal, a saber qué, dónde, cuándo o con quiénes. Huertas familiares, plátanos, modestas ganaderías, aguacates y distintas explotaciones sepultadas e incomunicadas, canales de riego, acequias, tuberías y balsas de suministro destruidas por la lava radiografían el drama de centenares de negocios. Las zonas afectadas requerirán cientos de millones de euros para que vecinos y actividades puedan reinventarse (reconstruirse será imposible), recursos que tendrán que superar con creces los cuatrocientos millones que deberán obtenerse del fondo de solidaridad de la Unión Europea; y no será fácil, porque la sensibilidad de estos días dará paso a la frialdad negociadora. La factura del volcán obligará a Canarias a realizar un esfuerzo titánico, no ya para devolver a los afectados lo que la lava ha sepultado, eso ya no, sino para permitirles rehacerse en otro lugar, y vida. La Isla necesitará recuperar la movilidad perdida, rescatar del aislamiento las zonas que las lenguas han acorralado. Ya nada será igual para quienes quisieron apurar algo más, esperar, quedarse en sus casas o fincas en el convencimiento de que, al verlos, el volcán respetaría la memoria de sus muertos, el recuerdo de quienes dedicaron su vida a ganarse las tierras que ahora la lava les ha arrebatado.