tribuna

La Palma suena a cotufas bajo el volcán

El terremoto ha entrado en nuestras vidas como una exhalación y ya se ha apoderado de toda la trama, ha depuesto al coronavirus, nada menos, y en su meteórico avance -como esos once millones de metros cúbicos de magma que atraviesan el subsuelo suroeste de La Palma- amenaza con una erupción, que tiene la aureola de un mito, la resonancia de una leyenda negra y el glamour de Hollywood. Nada ni nadie hará cambiar de opinión a la legión de adeptos a la teoría geológica que abraza un nuevo apocalipsis tras la pandemia. Si noveláramos, como Malcolm Lowry en Bajo el volcán, hace casi tres cuartos de siglo, hallaríamos personajes paradigmáticos de esta aventura hacia la gran catástrofe anhelada o susurrada en los infiernos de Dante, como en el ambicioso proyecto literario original del novelista y poeta inglés. A su juicio, no cabe otra culminación de los horrores de la pandemia que un megatsunami que cruce el planeta desde la bucólica isla de La Palma e infecte las aguas con olas gigantes hasta sepultar ciudades del norte y del sur del continente americano. Lo que Putin o Xi Jinping piensen mientras se frotan las manos no deja de ser anecdótico, pero en las redes conspiranoicas el modesto evento sísmico-volcánico de Cumbre Vieja es un plato de chef en las cavernas del contubernio de un mundo desmesurado.

Los terremotos no nos daban miedo, siempre alardeamos de estar a salvo de fenómenos tales en magnitudes de riesgo destructivo. Dijimos antes lo mismo de ciclones y tormentas tropicales hasta experimentar el Delta, que dio el primer aviso y abrió la veda dando un giro por primera vez al eludir el marchamo de América y alcanzarnos de pleno. Ya sabemos que estamos en la lista de nominados cada año por el centro que vigila los huracanes en Miami. Pero los terremotos no hacen aparición solos en Canarias. En algunos casos obedecen a los desplazamientos erráticos entre Tenerife y Gran Canaria a causa de la famosa placa tectónica activa en esas profundidades. Cuando no es expresión de la mítica isla de enmedio que un día todavia lejano acabará asomando la cabeza.

De manera que el terremoto genuinamente canario es un pariente próximo del volcán. Y somos volcanes por los cuatro costados. En La Palma es ahora precursor de una potencial erupción de Cumbre Vieja, que es lo que quita el sueño o aviva el fuego a algunos foros alarmistas de Brasil y EE. UU., donde ya abrazan como era de esperar las teorías catastrofistas del geólogo inglés Simon Day, padre de la teoría del colapso. Su máxima del megatsunami palmero que propala desde hace 20 años alcanzó su esplendor con un documental de la BBC. El despertar de Cumbre Vieja, en las postrimerías de la COVID, ha puesto en alerta a los fans de esta hipótesis, según la cual una erupción explosiva provocaría un gran deslizamiento gravitacional que, a su vez, desencadenaría un tsunami de consecuencias devastadoras cinematográficas , pues olas de 50 metros inundarían las costas de Brasil y ciudades enteras de EE. UU. como Nueva York, Washington o Miami. A Jair Bolsonaro y a Joe Biden les pica la oreja, cuando la mosca de la pandemia emprende, precisamente, el vuelo de la retirada.

Estamos instalados en una era catastrofista, alimentada por bulos y virus, los unos falsos y los otros tan veraces como esta pandemia. Y ya puede proclamar Canarias a los cuatro vientos que en 500 años ha tenido 16 erupciones y un saldo moderado de 23 muertos, y que, salvo la de Timanfaya -la más duradera, de más de un lustro en el siglo XVIII- no han sido explosivas, que en los mentideros de la fábrica de fakes se dará pábulo a la versión dantesca y se mantendrá en vilo, ya no solo a los 40.000 vecinos que tienen la espada de Damocles de Cumbre Vieja sobre sus cabezas y ya reciben instrucciones ante una posible evacuación, sino a vastas regiones del continente americano estigmatizadas por el docudrama de Simon Day en la televisión pública británica.

A Nemesio Pérez le honra su perseverancia didáctica en tiempos de paz -cuando no hay crisis sísmicas- para recordarnos la condición natural de todo canario como hijo del volcán. Una cosa es que no hablemos del magma del Teide para recrearnos en su postal y otra que en 2004 nos puso en estado de alerta en la llamada crisis volcánica, que inauguró ese año las sucesivas crisis de otro género: la económica de 2008 (la Gran Recesión) y la actual crisis sanitaria. Estos días, el coordinador científico del Involcan -y Luis González de Vallejo, reconocido experto de su equipo- ha disipado el temor, ya no de que Cumbre Vieja tenga el poder telúrico de dirigir olas gigantescas contra Nueva York -en el vigésimo aniversario del otro epicentro del terror moderno, el 11-S, cuya onda expansiva sí ha recorrido buena parte del mundo-, sino que tampoco va a tener réplicas en los sistemas volcánicos de otras islas, pues cada una posee su cocina magnética particular. Como tampoco El Hierro, hace 10 años, exportó su volcán submarino al resto de profundidades del archipiélago.

Pero de poco vale que el mortalón del volcán palmero no dé pie a la sugestión del megatsunami y de que la cresta del cráter tuviera que esperar 40.000 años para crecer temerariamente hacia escenarios de ese género, o de que las erupciones por estos lares no sean de magnitudes tan terribles. Queda el rito del miedo, y ese no lo desmiente ningún científico. Otra cosa es el pueblo. En todo acaso, se reduce a algo muy sencillo: cuando una vecina de La Palma oyó el ruido de los miles de seísmos captados por Involcan en la isla en nuestra web, exclamó: “Como decimos en La Palma, suena a cotufas”.

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