Como dice el National Geographic, la lava emerge en La Palma medio siglo después. Ha superado ya la vida eruptiva del Teneguía y lleva camino de batir todos los récords de duración de los últimos 100 años. Esta de Cumbre Vieja no es ninguna historia pasajera. Historias las de la multitud de vecinos que han sufrido el daño material más severo para toda familia isleña: la pérdida de las cosas más queridas, el hogar y el pedazo de tierra, la finca, la platanera. Los damnificados de La Palma son una saga de héroes rurales, que hasta el 18 de septiembre, la víspera de la erupción, eran personas todavía felices. Y desde entonces enhebran cuentas, día tras día, un rosario de cuatro semanas teñidas de negro por la ceniza del destino.
A esas víctimas de la catástrofe natural rindieron homenaje los socialistas españoles, este viernes, en su Congreso Federal, en Valencia, puestos en pie al recibir Torres el premio Manuel Marín, junto a Calviño, Lambán y la alcaldesa de París, Anne Hidalgo. Era un acto de acompañamiento en la distancia a los paisanos de la isla en erupción en este archipiélago sobrepasado de desgracias. Sánchez se lo tomó aquel domingo 19 de septiembre como un asunto personal. Y no ha dejado de volar a La Palma como el médico que visita al enfermo con el estetoscopio. ¿Cómo se reconstruye una isla? ¿Y cómo se destruye? Hemos surtido nuestra imaginación de espantos desde que en marzo de 2020 supimos que sufríamos una pandemia. Hemos conocido, por tanto, la enfermedad del mundo. Y se nos derrumbaron las viejas dimensiones de lo trágico, tan íntima y global esta plaga que se ha llevado millones de vidas en un visto y no visto, de un extremo a otro del planeta. De ahí que la erupción del volcán no se circunscriba a La Palma, y esté presente en la órbita del Gobierno y los partidos de este país y en todos los ámbitos privados y públicos del Estado y de Europa. Y no hace falta que la pluma del penacho volcánico vuele de Cumbre Vieja a América para que el volcán sea objeto de atención mundial. La pandemia de COVID ha creado esta cultura del testigo global y de la solidaridad instantánea; ya todo nuevo drama es cercano y universal a la vez. Y Torres proclamó en Valencia el “alma, sudor y sangre” mirando a Sánchez, como un copiloto al comandante, en mitad del desastre. Ahora tocan ríos de ayuda sobre los ríos de lava.
Si en estos dos años se vino abajo el telón del mundo y cayeron los países como fichas de dominó, y hemos visto cómo se destruía la economía que se ha de reconstruir, ya contamos el tiempo que pueda restar de la erupción para ver lo que tanto nos repetíamos hasta que nos vacunamos contra el virus: la luz al final del túnel. Ya dijo Martínez de Pisón que “por su potencia, será duradera”, y todos están de acuerdo. Hace un mes que le vimos las orejas al lobo, un día de septiembre, que fue el mismo mes de 1730 en que la tierra se abrió en Timanfaya.
¿Cuánto tiempo se puede encajar un golpe así, que cae como un mazazo sobre las gentes y abre un boquete en sus vidas como un cráter, pero no escupe lava, sino ríos de lágrimas? Cuando llegó la ministra de Defensa a la isla exclamó que se ponía en el lugar de la pena de los vecinos obligados a decidir “en 15 minutos qué haces con tu vida”, en la certera frase de Margarita Robles. Hay un 8% de la superficie terrestre de La Palma donde la existencia se reduce a evitar que un monstruo de lava a 1.000 grados centígrados, que avanza como un paquidermo, pase por encima de tus raíces. Volver a plantar los pies sobre esa ruina es una posibilidad, pero en el futuro, cuando la fiera se aplaque, habrá demasiada desolación en esas serpientes de lava petrificada que sepultan las cuatro paredes donde vivieron centenares de familias, y solo será un recuerdo estremecedor, no habrá nada más sobre tantos sentimientos de piedra negra. Aceptar es la única palabra que salva del sufrimiento a quienes están en ese trance. No hay otra. Y la siguiente palabra que no hay volcán que arrase es mañana. La Palma, mañana, rebrotará de sus cenizas, como en el siglo XVIII Garachico, que Pedro Tarquis llamaba “la Pompeya canaria”.
En la España ibérica, La Palma son miles de versiones de una misma postal televisada, donde el cielo se incendia y la tierra pasa del rojo al azabache, y el aire se oscurece y esparce hasta muy lejos una capa fina como de hollín que obliga a barrer las calles y azoteas de las migas de una isla hecha polvo.
No tenemos garantías de que no nos aguarden más infortunios, tras este carrusel de calamidades. A menudo una herida reciente borra todos las demás dolencias. Pero no podemos permitirnos pasar por encima de los otros volcanes que ya estaban en erupción en Canarias, como la tasa Arope de pobreza, que hoy, el día mundial de su erradicación, nos recuerda el 36,3% de riesgo de exclusión social de nuestra población, la desventura que se multiplicó con la pandemia. Ni el volcán de la ruta canaria de la inmigración, donde la muerte esta semana de un bebé recién nacido en un cayuco eleva la tragedia del mar entre África y Canarias de modo exponencial.
Estas y otras situaciones explosivas describen una tierra que convalece de dramas. Como la lava que derribó el campanario de Todoque o entró como un maremoto loco en el campo de fútbol de La Laguna, hemos visto otras imágenes que se nos quedaron grabadas en estos años de siniestros y penalidades. Todas esas secuencias no son capaces de inmunizarnos ante el dolor ajeno, próximo o lejano, pues ya nada nos es indiferente desde el día que nos cayó el mundo encima.