El caso Maxwell ha sido novelado y reconstruido periodísticamente sin que se hayan despejado todas las incógnitas que lo rodean desde el 5 de noviembre de 1991, hace 30 años. Aquel día fue hallado su cadáver flotando a 20 millas del suroeste de Gran Canaria tras su misteriosa desaparición a bordo del Lady Ghislaine, el yate de lujo de su propiedad en el que había viajado a Tenerife en mitad de la mayor tormenta económica de su carrera como magnate de la prensa británica. Ciudadano Max, tituló Vázquez Figueroa su ficción de los hechos, que estuvo a punto de ser llevada al cine, con Robert Mitchum de protagonista.
La vida y muerte del checo Robert Maxwell fueron de película. Sufrió de niño los zarpazos del nazismo en su propia familia y se embarcó en la política en las filas laboristas de Reino Unido, su país de adopción que le otorgó la segunda nacionalidad. Pero este excombatiente de la II Guerra Mundial, antes de saborear las mieles del éxito como editor de medios sensacionalistas como Daily Mirror, hundió sus raíces en una vida cenagosa de empeños que nunca fueron transparentes y le labraron una leyenda negra cuando entabló un pulso con el poderoso yanqui Rupert Murdoch por la hegemonía mediática del mundo anglosajón y el poder de influencia política.
Cuando Maxwell vive sus últimos días en Canarias, cena atropelladamente en el Mencey y deja olvidada la chaqueta, conversa acaloradamente en el comedor del restaurante con su motorola, coge un taxi en busca de un local de ocio y copas y se recluye finalmente en su yate antes de caer al mar de madrugada, se sabía que le acosaban las deudas millonarias y en seguida se especuló con sus amenazas al Mossad de airear trapos sucios. Maxwell arrastraba la sombra de haber sido espía en la guerra y en la vida empresarial. ¿Fue una muerte natural, un accidente, un suicidio o un asesinato?
En aquellos días en que cubrimos intensamente el suceso para El País, toda esa atmósfera de opulencia y sordidez envolvía el caso que dio la vuelta al mundo. La viuda, Elizabeth Meynar, viajó a la Isla con algunos de sus hijos a identificar los restos del magnate; el abogado tinerfeño Julio Hernández Claveríe la representó en los primeros momentos; el forense Carlos López de Lamela, de Las Palmas, hiló fino con la mosca detrás de la oreja, nunca me descartó las peores sospechas. Y la jueza Isabel Oliva, de Granadilla, dejó marchar a la tripulación tras prolongados interrogatorios infructuosos.
Los pulmones de Maxwell no tenían agua. El misterio no ha dejado de acompañar la constante búsqueda de la verdad entre las múltiples conjeturas del desenlace en el Atlántico de su pesado cuerpo hallado antes de que lo desaparecieran las corrientes.
Ahora, tres décadas después, la hija favorita del magnate que daba nombre al yate que lo trajo a Tenerife se enfrenta en Estados Unidos a graves acusaciones por su amistad y complicidad con Jeffrey Epstein, el empresario muerto en una celda tras ser detenido como un presunto depredador sexual de menores. El mismo escándalo que lleva ahora al banquillo al príncipe Andrés de Inglaterra.