Ya nada será o parecerá estable ni persistente en un mundo cuyas transformaciones en esta década provocan una perturbación constante y acelerada. El clima y el medioambiente ilustran esa volatilidad. No tardaremos mucho en querer revisar el sistema métrico del tiempo con el fin de establecer nuevos parámetros para dimensionar la duración de las antiguas anualidades fijada en condiciones más sosegadas. Quizá no es tarde para salvar el mundo de su destrucción, pero seguimos aniquilándonos con precisos pasos demoledores. Este vendaval de alarmas no conduce a nada bueno, no al paraíso, desde luego.
El cambio climático es una amenaza global, acaso la mayor de esta era, como columbra el Campus África que se inicia mañana en La Laguna. La pandemia nos enseñó a evaluar los nuevos saltos vertiginosos de la historia en magnitudes planetarias, nos ensanchó la mirada de la realidad, hasta hacerla el punto de referencia convencional de los problemas que nos acucian. Un buen ejemplo es el temor, ya abordado aquí, a un desabastecimiento mundial por la crisis de suministros. Los contratiempos ya no tienen un calado menor o territorial, se elevan a la máxima potencia en una Pangea sistemática como el nuevo formato de cuanto acontece, para bien o para mal, casi siempre para mal en un efecto mariposa casi sísmico.
El volcán de La Palma mantiene en vilo al continente americano y si la pluma de su penacho de gases y cenizas hubiera alcanzado la tropopausa, la contaminación del aire habría sido un serio problema en los cielos internacionales de vastas consecuencias.
La cumbre del clima de Glasgow (cuyo acuerdo final se pospuso entre omisiones a los gases responsables del calentamiento) escenifica un desafío por excelencia de ámbito universal. Es una confrontación con el cambio climático que la humanidad libra con las manos atadas. Las poluciones industriales de las grandes potencias parecen una batalla perdida. Hay fraude en la contabilidad oficial de las emisiones de CO2, según The Washington Post, que destapa las no reconocidas por naciones como Rusia, Irán o Malasia, más el olvido secular de notificar su basura por parte de China, un agujero de miles de millones de toneladas anuales que han sido intencionadamente ocultadas, en cantidad equivalente o superior al daño ocasionado por Estados Unidos en un año. Representa entre un 20 y un 30 por ciento de desfase en el cómputo real. Asistimos a la COP26 con estupefacción. Las demoras para una declaración final, por las dudas sobre el final del carbón y de los subsidios a los combustibles fósiles, han puesto de manifiesto que el consenso sobre la paz climática está aún lejos, como en una guerra interminable. La ventana de oportunidad se cierra y el Acuerdo de París (2015) se vuelve una meta quimérica. “Por Dios, no maten el momento”, clamaba en Glasgow Frans Timmermans, vicepresidente de la Comisión Europea, imaginando a una persona que esté viva en 2050 sometida a temperaturas por encima de una subida de 1,5ºC.
Una política embustera que enmascara y disfraza los niveles de contaminación conduce a este harakiri esperpéntico que nuestra generación (y no solo las ulteriores) no puede permitirse desde el más elemental sentido de la supervivencia. Pese a la evidencia científica de la amenaza que se cierne sobre nuestro planeta, ante el riesgo de aumentar el calentamiento en más de ese 1,5 grados centígrados antes de final de siglo, los países implicados evitan sellar compromisos fehacientes que ayudarían a preservar nada menos que nuestro hogar común, el que habitamos todos. Cada vivienda sepultada por la lava en La Palma sería como un pequeño planeta devorado por una catástrofe natural. Pero esta otra no lo es. Los inquilinos de la Tierra hemos consentido inmolarnos entre nuestras cuatro paredes hasta que el aire sea irrespirable y el calor nos achicharre. No hay volcán al que culpar en Glasgow de esta erupción y su nube tóxica, es el combustible fósil que producimos los habitantes del planeta sin poner coto a los gases de efecto invernadero. Y ese volcán imaginario un día cobrará forma tangible en el paisaje, lo habremos creado nosotros mismos a conciencia y explotará en nuestras narices como una aparición irremediable.
Es la ecología, estúpido, digamos, por tanto, parafraseando a James Carville, autor del famoso latiguillo y estratega de la campaña electoral que llevó a Clinton a la Casa Blanca. Es la ecología la que puede llevarnos a todos a una casa blanca global o a una casa negra en el mismísimo infierno. Canarias echa a andar esta semana en el Parlamento la Ley de Cambio Climático y Transición Energética, para borrar su huella de carbono antes de 2040, con la desertización pisándonos los talones. Toda prisa es poca.
En la edición de nuestro periódico este domingo, la FUNDACIÓN DIARIO DE AVISOS entrega en mano gratis a cada lector una monografía sobre los peligros ambientales de nuestros mares, a propósito de la mayor investigación sobre microplásticos realizada en Canarias, una proeza científica llevada a cabo entre 2020 y 2021 en las costas de las ocho islas, del punto negro de Playa Grande, en Arico, al otro sumidero de plastiglomerados en Arenas Blancas (El Hierro), con los resultados obtenidos en los laboratorios de la Universidad de La Laguna. Las conclusiones sobre los microplásticos marinos en esta zona del Atlántico Norte se han hecho públicas en congresos y revistas especializadas. En 100 años de plástico sintético en nuestra sociedad se ha generado un auténtico estercolero que se extiende por toda la Macaronesia. En aguas del Pacifico ha engendrado ya islas de plástico y aquí se debate si podemos hablar de que hay una sopa de plástico en las Islas. Comemos plástico y enfermamos como los peces y aves, ingiriendo peligrosas partículas (en gran medida, de fibras textiles, según desvela el grupo de investigación AChem en este proyecto MICROSED que promueve DIARIO DE AVISOS) de cinco milímetros o unas pocas micras. Una cultura del desecho que solo revertiremos mediante una economía circular. Más todo un dechado de higiene del medio ambiente, como en la pandemia hemos aprendido, entre otras profilaxis de emergencia, simplemente a lavarnos las manos para salvar la vida.