La pandemia entró en erupción hace prácticamente dos años y desde el primer día no ha cesado de emitir lava en sucesivas oleadas de variantes invasoras que han arrasado terreno virgen o engrosado anteriores coladas. Ha causado cuantiosos daños materiales y económicos y muchas muertes, más de cinco millones en todo el mundo. El volcán de La Palma, que es pariente de un periodo de catástrofes continuas al que nos hemos tenido que acostumbrar como nos adaptamos al cambio de estaciones, a las salidas y puestas de sol, a la calima o a las malas rachas, se apagó a las 21.30 del lunes como un deceso inesperado; la montaña sufrió un infarto y depuso toda su ira, sin dar señales de vida hasta la fecha. Así nacen y mueren los volcanes, en un acto súbito de claudicación, y después se hace lo que un vulcanólogo describió como un silencio sepulcral. Ahora que solo se escucha el viento es la memoria la que habla, trayendo a colación las hectáreas y viviendas sepultadas, el cielo opaco y las dunas de ceniza que enterraron las casas y la vegetación. En el álbum fotográfico del desastre podemos reencontrarnos, como hacemos en las páginas de esta edición, escenas e imágenes que nos estremecen de nuevo, pues la corta distancia de unos pocos días nos agrava el efecto de lo que vieron nuestros ojos bajo el hábito mientras sucedía la destrucción.
Ahora que a La Palma vuelve la calma, nos estalla en la cara la pandemia como si los ríos de lava la hubieran arrastrado consigo, sacándola de la actualidad por su estado decadente. Se acaba de reactivar justo coincidiendo con la modorra del volcán, que le cede toda la iracundia, ambos formando parte del mismo infierno de Dante. El Cumbre Vieja batió su récord, creó fama y se echó a dormir. En cambio, la COVID no sacia su apetito de Leviatán, y hace estragos en la isla de Tenerife, como si el 86% de inmunizados fuera un porcentaje ficticio. El coronavirus ha generado un sentimiento de estupefacción. “Avanza a una velocidad nunca antes vista”, clama la OMS como un oráculo frustrado. Hay países como España y Portugal, con casi el 90% de vacunados, que sufren un éxtasis de COVID mayor que hace 12 meses, como una broma de mal gusto, cuando nos prometíamos tan felices estas Navidades de 2021, el año de la vacunación. Si ómicrom es una reinvención del SARS-CoV- 2, esto, entonces, es una repandemia.
El tsunami de COVID se reviste del catastrofismo que previeron las profecías del geólogo británico Simon Day sobre la erupción de Cumbre Vieja. En este caso, las olas han sido gigantescas y apocalípticas como la peor simulación de aquel documental viral de la BBC en 2000 y de National Geographic en 2005. En la práctica, hemos vivido el gran caos impensable y, en paralelo, el volcán ha desmentido las sospechas que recaían sobre él. Pero a menudo la realidad reelabora su propio guion y hace ajustes como este, mezcla hechos y lugares, y los fenómenos hipotéticos se ven drásticamente modificados. En escala, La Palma ha sido como una representación del ocaso del mundo con manifestaciones extrapolables a escenarios globales de la economía o la salud. En ambos ámbitos experimentamos graves estragos, como si la COVID fuera esa erupción exponencial que arrasara todo sin clemencia, como ha hecho la lava sobre la superficie resignada de La Palma. Una erupción que se retroalimenta como habíamos visto en el Cumbre Vieja, con arrebatos estrombolianos de fuego y explosiones de piroclastos y bombas volcánicas dibujando en la geografía paisajes de Van Gogh.
En los inicios, era muy común el impulso de acaparar cantidades ingentes de papel higiénico, como ahora de proveerse de test de antígenos en las farmacias de cualquier esquina del planeta. En la carrera dislocada por huir de la cepa de Sudáfrica, hemos de aceptar la evidencia: ella es más veloz, 70 veces más contagiosa que la Delta, y, como hemos visto en Tenerife, donde las dos variantes dominan la espiral de nuevos casos diarios, se propaga de un modo exponencial, que es un concepto humanamente incompresible, como recordaba El País citando al físico norteamericano Albert Allen Bartlett: si doblamos por la mitad una página de periódico, de 0,01 centímetros de grosor, el espesor será de 0,02 centímetros; si se pudiera plegar 15 veces, la hoja de papel alcanzaría la estatura de una persona, y con 23 dobleces superaría la Torre Eiffel. A esa clase de metamorfosis descabellada es capaz de llegar la última descendiente del coronavirus de Wuhan en la provincia sudafricana de Gauteng : ómicron.
Recuerdo que hicimos en 2020 El libro del confinamiento en estado de shock bajo la conmoción de lo que llamamos la enfermedad del mundo. Éramos conejillos de Indias, un rebaño de 7.000 millones de almas compelidas a confinarnos o a exponernos a riesgos insospechados de muerte. Estábamos inermes y cohibidos ante un enemigo fantasmal que diezmó al planeta con miles y pronto millones de bajas en una guerra sin reglas ni ejércitos ni armisticios, una sobreexcitación del miedo que atiborraba las UCI y residencias de ancianos. Nos tapábamos la boca de espanto y después lo hicimos para protegernos del aire, que era el campo de batalla del enemigo invisible. Antes de cubrirnos con retales esa parte indefensa del rostro y marcar distancia física entre nosotros como si nos temiéramos ya habíamos pensado en imitar a nuestros antepasados, y volvimos a las cavernas. Después hemos ido superando etapas a ciegas, hasta disponer de vacunas creyendo que eran el Santo Grial. En 2020, El año de la máscara, escribimos una especie de obituario biográfico de un periodo sin viento a favor. Y soñamos en desplegar de nuevo las velas de nuestra civilización en 2021, el año de la vacuna. Pero estamos despidiendo diciembre como el fraude de los sueños. Y pronto caerá el telón. Después se hará el silencio de nuevo, la soñarrera de la repandemia. A la espera de que se levante el telón y 2022 nos devuelva lo que estos dos últimos años nos han robado sin piedad: la tregua. Como en La Palma ha hecho el volcán hasta que la historia decida cuándo enseña de nuevo los dientes de la tierra.