por qué no me callo

Que entre el retén

Es la semana crítica en que cortejamos a la providencia por ver si nos resuelve la vida con un golpe de suerte y en que ponemos a prueba el sismógrafo emocional de la gente, ya vapuleada hasta la saciedad con la doble uve del volcán y el virus. Si somos cobayas de algún experimento, que esto sea cosa de los buenos y no de los malos, para aplicarnos el cuento de Pepe Monagas: si son islas, nos salvemos, pero si son cagarrutas, Dios nos coja confesados.

Si uno hace la encuesta en la calle con la pregunta de rigor, ¿tiene algún familiar o conocido con COVID?, se llevará las manos a la cabeza. La ómicron se encuentra tan diseminada que estamos autorizados a cuestionar las estadísticas oficiales. De donde se desprende la sospecha de que, en lugar de brotar mil contagios diarios en el vivero de Tenerife, la plantación real ha de estar por el doble o el triple. En las farmacias se agotan los test de antígenos porque al personal le salta continuamente en el móvil el wasap que se ha vuelto tendencia con la alerta de un posible contacto positivo en el trabajo, la cafetería o la pareja sentimental. Y hemos convertido el rito anglosajón de convivir con el virus en una lotería de Navidad, donde el no premio es aquel ideal de “virgencita, que me quede como estoy”.

En Holanda (donde el primer ministro, Mark Rutte, el que va en bicicleta, se mofaba al principio de las cuarentenas de italianos y españoles) se han vuelto a confinar y países modélicos de la alta alcurnia europea como Austria y Alemania o Francia han cogido por la calle de en medio. Los austriacos fueron los primeros en acuartelarse; los alemanes han impuesto la vacunación forzosa; los franceses dificultan la entrada a los no comunitarios con test de última hora estén o no vacunados… Portugal adoptó el estado de calamidad, que implica ir a todas partes con el pasaporte verde en la boca.

En el mensaje desde Cataluña, Sánchez invocó el mantra “vacunación, vacunación, vacunación” en el país que ya roza el 90% de immunidad. Me temo que el huracán ómicron obligará a todo el mundo a adoptar o innovar restricciones ad hoc para contener la hemorragia. Como dice Miguel Sebastián, en los 80 se promovía el condón contra el Sida como ahora la mascarilla contra el coronavirus. Pero la última mutación del bicho exige hacer algo más. Está bien vacunar y llevar el tapabocas (más la higiene, la distancia y la ventilación). Pero hace falta remozar el arsenal. La muerte de Carlos Marín (53 años), de Il Divo, en un hospital de Mánchester, si se confirma que se debió a la COVID pese a estar vacunado, no puede dejar a nadie indiferente. Los laboratorios ya saben que urgen nuevas vacunas actualizadas y cuanto antes esterilizantes. La EMA añadió ayer al botiquín la Nuvaxovid, de la farmacéutica estadounidense Novavax, el quinto suero del dispensario occidental.

La OMS admite humildemente que todavía no existe una explicación científica al hecho de que en países con alta tasa de vacunación esta variante se transmita a sus anchas, y ya está implantada en casi un centenar de naciones. Una de ellas es Corea del Sur, el espejo de la exquisitez preventiva durante estos dos años. Con más población que España, apenas había tenido medio millón de contagiados, pero desde octubre, pese a su óptima cobertura, ha sufrido un volumen de casos que suman la mitad de toda la pandemia y lo mismo ha pasado con los muertos. Siendo una cepa de fama menos letal, todos los indicios invitan a inventar urgentemente otra estrategia para abordar con éxito la nueva fase de esta guerra que ha estallado por Navidad. Han sonado las sirenas de una nueva alarma mundial y todos miramos otra vez para la ciencia, el retén de las batas blancas.

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