En una de tantas escapadas de María Mérida a los confines del mundo se vio sorprendida por centenares de millones de espectadores que presenciaron una actuación suya en China junto a Plácido Domingo en el elenco de la antología de la zarzuela de José Tamayo. Aquella nómada herreña se metía los continentes en el bolsillo. Durante años hizo proselitismo del folclore canario cantando como una predicadora a los emigrantes españoles de América a través de las ondas de RNE. Y a menudo cruzaba el charco en persona y les cantaba con un nudo en la garganta Virgen de Candelaria. Era una prolongación de las Islas allá donde iba, tenía el don de Chavela Vargas de cantar con el alma y había ganado legiones de públicos que la adoraban como una madre o una diosa embajadora del nido natal que llevaba la patria chica a los yacimientos de isleños latinoamericanos como una cigüeña fecunda y afectiva. Camino de los cien años, María Mérida no decía nunca no a un escenario y cuando en 2018 recibió el Premio Taburiente de DIARIO DE AVISOS se reencontró con el Guimerá como con un viejo amigo al que volvía a saludar en público. Había actuado por todo el mundo y siempre echaba de menos los focos de sus santuarios locales, donde había empezado una carrera que duró más de 80 años.
Hoy quiero desenterrar un recuerdo de hace más de dos décadas. Cuando la conocí estaba sumida en la ruina más absoluta, aislada en Madrid. Me contó el periplo de su vida entre estrellas de Hollywood y bailarines bimbaches de su niñez. Relataba sus giras extranjeras como una aventura infantil, ella era una diva precoz con el corazón de la niña que cantaba a los pies de los árboles y se subía con cuatro años a una silla para actuar en el barrio herreño de El Mocanal o jugaba con cacharritos y muñecas de cartón en la calle de El Charquete, que hoy lleva su nombre, como le dijo al periodista Juan Carlos Mateu. No tenía maldad en su inocencia longeva, y por eso le pasaban cosas felices, era una artista que venció el vértigo de un mundo mangoneado por hombres en su trapecio de hada de los bosques (como dice Eligio Hernández que la llamaba José Padrón Machín), sin miedo al destino, como Pinito del Oro, otra canaria intrépida. Las Islas han dado a la luz a mujeres indoblegables que desafiaron a su tiempo, triunfaron en la España más difícil y se comieron el mundo.
A María Mérida le salió todo bien. Rompió moldes y fue la primera voz femenina de las Islas en saltar al disco, con tanto éxito que Columbia la fichó por diez años. En Radio Madrid la apadrinó el legendario Bobby Deglané, que lo fue todo en su medio y cuando le quitaron el micrófono paseaba cabizbajo por la Gran Vía, miraba hacia arriba a su antiguo trabajo y se le saltaban las lágrimas, según lo describe Lorenzo Díaz. Mérida se sentía muy querida por el mítico locutor chileno. Cuestión de voces, ambas irrepetibles, cuando la vida era dura y la radio fantaseaba en los hogares contra las penurias sin más farándula que el beneplácito de las ondas.
Esa vez que redescubrí a la Edith Piaf canaria, como la bautizó Le Figaro, no escondió sus estrecheces económicas, el dolor por las desgracias familiares y el ostracismo, postergada en Madrid. Gilberto Alemán hizo entonces justa apología de Mérida (que merece mucho más en Santa Cruz que el callejón que la nombra en una transversal de la calle San Martín); le dieron con justicia el Premio Canarias en el año 2000 y resucitó. Regresó de inmediato y dio clases de folklore en El Hierro, volvió a actuar en festivales que le remuneraron, levantó vuelo, se mudó a Candelaria, porque era devota de la Patrona y el mar, y besó el cielo de nuevo. Quiero en justicia honrar al periodista Gilberto Alemán, que se sintió impactado por el testimonio de nuestra diva en aquella entrevista homenaje y la rescató de su exilio en Madrid (tan común a otros canarios vencidos por los años y la ausencia de los muertos coetáneos) con los honores más altos de su tierra y la acogida de una generación de dirigentes posautonómicos que no habían vivido su éxito medio siglo atrás. Ella hizo gala de la sentencia del cronista de Indias López de Gómara: “Dos cosas andan por el mundo que ennoblecen estas Islas, los pájaros canarios, tan estimados por su canto, y el canario, baile gentil y artificioso”. Cantaba y bailaba dentro y fuera de Canarias.
En la tierra de las voces de oro, como aquellas manzanas de las Hesperides, María Mérida era una de nuestras grandes ninfas, siguiendo la alegoría de Machín, que saltaba a las primeras de cambio de un extremo a otro del globo para cantar como si estuviera siempre en el Meridiano cero, con la isla a cuestas que decía Becket, o como si el mundo fuera su casa. Así en San Antonio de Texas, donde comprobé que siguen hablando canario, o en las antípodas, en Australia y Nueva Zelanda, o en China o Japón. Su amigo Alfredo Kraus me comentó una vez que cuando salió de Las Palmas a jugársela como tenor no se atrevió a regresar hasta que debutó con éxito en El Cairo como Duque de Mantua, y ya se sintió liberado para volver a pasear por Triana con la cabeza en alto. En el caso de Mérida, contralto dramática, tuvo tentaciones líricas y opositó con facultades para hacer carrera en el bel canto, pero sintió que su islita no le perdonaría nunca que hubiera preferido la ópera al folklore y no quiso defraudarla, sentada a la diestra de Valentina la de Sabinosa. Los dos mitos de la canción canaria son herreñas y Néstor Álamo, padre del género en los años 50, fue a buscar a Mérida de Las Palmas a Madrid para su causa discográfica.
Llevaba siempre un gran crucifijo en el bolsillo, me recordó esta semana Juan Luis Calero: era una mujer bíblica de creencias ancestrales arquetipo de un estirpe de madres canarias. Su perfil también casaba con la centenaria perfecta, según el decálogo de Takahashi: talante amable, llena de amigos, que hizo de su afición oficio, amó a su familia y superó adversidades.
Antes de morir vivió un emocionante encuentro en la villa de Candelaria, con el pregonero Pepe Dámaso, en el Espacio Cultural Cine Viejo, donde se proyectó el documental sobre el artista, El vaho del espejo. Era agosto y Mérida no daba señales de flaqueza, se puso en pie y cantaron a dúo Virgen de Candelaria. Esa escena hoy es una postal definitiva de la memoria imperecedera de su voz.