
“A medida que uno envejece […] se va volviendo aburrido y farragoso consigo mismo. Los pensamientos propios son prolijos, mientras que antes eran agradables y estimulantes. El relato es como un viaje. Mientras recorro la página, mi pluma viaja. Es un viaje a través de las mentes y situaciones que le revelan a uno su singularidad. La vejez acaba con los viajes. Las cosas ya no se te ocurren de pronto”.
Estas palabras del crítico británico V.S Pritchett, recogidas por el escritor Martin Amis en Desde dentro, su último libro, me recuerdan bastante a la sensación de parálisis y contención que ha traído la pandemia: la vida pero sin la vida. El azar de la sorpresa suspendido.
Hace dos años ya del primer caso oficial de coronavirus en España, detectado un 31 de enero de 2020 en La Gomera. Un grupo de cinco alemanes fueron aislados en el hospital Nuestra Señora de Guadalupe de San Sebastián después de que uno de ellos diera positivo. Entonces -parece increíble-, las pruebas se mandaban al Instituto Carlos III de Madrid. La consejera de Sanidad era la socialista Teresa Cruz. Y salía con ella en las ruedas de prensa un señor llamado Domingo Núñez, jefe de Epidemiología de la Dirección General de Salud Pública, casi desaparecido de los medios tras el cese de Cruz.
A los pocos días del positivo, el entonces director de este periódico, Carmelo Rivero, hoy adjunto al editor, decidió que yo fuera a La Gomera. El revuelo inicial había pasado, pero él creía que había que darse un salto. De perseverar cuando la sorpresa inicial se ha desvanecido siempre surgen historias, como cuenta David Randall en El periodista universal Y tuvimos suerte, porque la misma tarde en que llegué, un 5 de febrero, todos los alemanes, salvo el ciudadano infectado, fueron dados de alta: “Una cerveza”. Es lo que Oliver Heinrich, portavoz improvisado del grupo, aseguró que más había echado de menos en esos días, quitándole hierro a un aislamiento que fue bien corto.
El simpático mensaje etílico de Heinrich sonaba tranquilizador, pero en San Sebastián de La Gomera volaron esos días las mascarillas de las farmacias. El sistema de salud, sin embargo, sacó pecho: habían conseguido que una alerta sanitaria llegada desde Alemania se pudiera resolver bien en una pequeña isla como La Gomera. Ese día, el presidente canario, Ángel Víctor Torres, dio una rueda de prensa a las puertas del hospital de la isla comentando la situación. Visto ahora, casi parece una ingenuidad que le diéramos tanta importancia a un solo caso, como si manejando uno se pudieran manejar los demás.
Por las calles de La Gomera, algunos se quejaban de que los medios hubiéramos puesto a la isla en el disparadero. Especialmente en Hermigua. En el restaurante El Silbo cenaron los alemanes, que estaban alojados en las casitas de enfrente. Conseguí hablar con alguien del servicio que estaba viviendo con espanto la visita de los medios, como si se sintieran apestados. Pero la mayoría de los mensajes de la gente eran de calma, de confianza en el sistema sanitario. Incluso, el cura de San Sebastián llamó a la serenidad desde el púlpito. Un inglés me aseguraba que La Gomera, con el clima templado y los vientos alisios, con su vida al aire libre, era un buen sitio para evitar contagios.
Tampoco teníamos claro que el virus fuera algo tan grave. De hecho, algunas decisiones, como la cancelación del World Mobile Forum, el 12 de febrero, parecían un poco exageradas. Aunque el 30 de enero, la OMS ya había hablado de un riesgo alto por el virus.
Unas semanas después, el 24 de febrero, llegó el confinamiento de un millar de turistas en el hotel de Adeje. Hicimos muchas llamadas a las habitaciones para saber cómo estaba la gente. Había preocupación y dudas. ¿Cómo evitar los contagios, si la gente circulaba de un sitio a otro del mundo? Y luego vino la crisis sanitaria en Italia. Y nuestro confinamiento total.
Todavía tengo vértigo cuando pienso en los meses de encierro. Revivo perfectamente esa sensación donde se mezclaban las noticias sobre muertos con la soledad absoluta de la calle y el miedo a que cada salida -a comprar, a hacer un reportaje, a ayudar a un familiar mayor- pudiera suponer un contagio.
Primero fuimos un país casi militarizado con una sanidad de guerra, escasez de EPI, un sistema centralizado con apariciones permanentes de Sánchez, que luego fue devolviendo capacidad de acción a las autonomías. Y más tarde, ya fuera del confinamiento, empezamos a surfear las distintas olas sin saber muy bien si la cogobernaza entre la Administración central y las comunidades era una señal de federalismo o una forma de escurrir el bulto de cada uno.
La vacunación marcó un horizonte que España cumplió de forma brillante. Pero la ómicron, las nuevas restricciones o la saturación de la atención primaria han generado sensación de caos. Se ha terminado transfiriendo al ciudadano la responsabilidad de diagnosticarse con tests comprados en la farmacia. He visto tests de antígenos positivos desmentidos por PCR al día siguiente, o positivos tenues que desaparecieron en 24 horas. Y un universo de ambivalencia y desconfianza se ha intensificado por la decepción de no haber vuelto a la normalidad tras la vacuna .
Hace unos días, el New York Times publicaba un artículo sobre el aumento del consumo de tabaco, con la primera subida en ventas de cigarrillos después de dos décadas de caídas, según datos de la Comisión Federal de Comercio. El periódico retrataba especialmente a jóvenes de la misma clase media que abandonó el cigarrillo cuando había futuro y que ahora se vuelven a ahumar los pulmones a medio camino entre el gesto nihilista y el hedonismo del momento, sin pensar en mañana. “Miramos al horizonte y solo vemos fuego, el suelo se agrieta bajo nosotros y nos dicen que el nivel del mar está subiendo. ¿Qué importa lo que hagamos?”, decía uno de ellos. El vacío.
Por ahora, parece que la economía y el empleo empiezan a remontar en España, pero los índices de pobreza también andan disparados por la pandemia, como recordaba hace unos días Oxfam. En EE.UU., millones de ciudadanos dejan su trabajo, hartos de invertir demasiado tiempo en tareas que no les satisfacen. En las redes, la gente intenta aliviar su malestar buscando enemigos desde el salón de casa y disparando la polarización. Bronca, narcisismo y parálisis a la espera de una cierta luz que ayude a forjar nuevos consensos. Han pasado dos años desde aquel primer contagio por coronavirus en España que se detectó en La Gomera, pero a veces parece una década.