Esta ciudad, estas calles, estas miradas perdidas de gente con mascarillas, las escenas repetidas que reproduce no ya la memoria, sino la misma ecuación de los días parecidos a los últimos dos años, son el paisaje que recibe a 2022 desde hace 24 horas. El mismo paisaje tozudamente quieto en el tiempo. Y estas líneas dan fe en letra impresa de que el año empieza como acabaron los anteriores de esta década y no hay, por desgracia, buenas noticias. Salvo el presentimiento de que la ola en curso, que tanto daño deja a su paso, sea como aquella traca final del volcán de Cumbre Vieja, en la antevíspera de apagarse de forma definitiva. En Sudáfrica, el pico de contagio ya tocó techo y comienza a descender. En España tardaremos hasta mediados de enero.
No tememos más a ómicron que al virus de Wuhan, en su versión original, porque ahora tenemos vacunas para defendernos, y sería de ciegos o necios no ver la diferencia entre aquella primera erupción a pecho descubierto y esta colada bajo el refugio de los sueros milagrosos obtenidos en tiempo récord. Pero sí nos desconcierta la pujanza de la pandemia dos años después, sus repuntes imperiosos pese a todos los cortafuegos de la ciencia y la experiencia. No es ya el miedo a lo desconocido como antes, sino el estado de conciencia que ya poseemos sobre la enfermedad del mundo que se prolonga en el tiempo de un modo incomprensible, como una guerra interminable o una forma de destino de grandes dimensiones. Es esa impotencia ante lo que nos sucede o se avecina, que solo cobra sentido cuando ha pasado mucho tiempo y se hace carne de historiadores, pero se escapa a la mirada de los testigos presenciales. Al historiador británico Niall Farguson, de la Universidad de Standford, le dio por pasear en su rancho con su hijo de 9 años para imaginar entre los dos cómo sería el fin del mundo, en los primeros días de la pandemia, y sacaron a relucir plagas, volcanes, incendios y terremotos. Lo cual recuerda tanto a Canarias estos dos años, que nos vemos retratados en su libro sobre desastres y catástrofes como un esbozo de nuestra biografía insular más reciente.
Las caras de hoy son las de ayer y antes de ayer, tras la máscara: el silencio nos delata. Y en la calle el comentario de la pandemia, con las cifras de contagios fuera de control, es de resignación. Cada día es más frecuente y común tener personas cercanas que dieron positivo, de ahí que últimamente se escuche al pasar alguien que se pregunta “si no lo habremos cogido ya sin darnos cuenta”, más como deseo que lamentación. Por mucho que los expertos pregonen que esta variante es más contagiosa, pero menos lesiva, basta que una víctima joven ingrese en la UCI y muera, como ha ocurrido en Canarias durante estas semanas, para que nadie se fíe de la levedad de este virus antinavideño.
A Canarias nos honra haber enfrentado al mismo tiempo graves desastres sin habernos dejado superar por los graves acontecimientos de este bienio. Esa fuerza que llamamos supervivencia la encarnan los habitantes de La Palma, la isla que resurge de sus cenizas, cuyas tres tragedias encadenadas en un palmo de tiempo -la pandemia, el incendio de El Paso y la erupción del volcán- los convierte en un pueblo épico en 2021. La semblanza del año está salpicada en los medios nacionales e internacionales de imágenes apocalípticas de la catástrofe volcánica, donde se turnan los rostros destrozados de los evacuados y los ríos de lava devoradora; los territorios sepultados y una vivienda semicubierta con un cráter en el jardín. La foto de Emilio Morenatti de la casa de Amanda Melián, en Las Manchas, seleccionada por The New York Times entre las imágenes del mundo el año pasado, habla por sí sola. La pandemia y el volcán han ido de la mano en este caso (un año de dolor, asimismo, por el asesinato de las niñas Anna y Olivia), pero en otros la peste de este siglo ha confluido con riadas de emigrantes, las horas terribles del asalto al Capitolio que estremecieron la democracia en Estados Unidos o la desgarradora evasión de Kabul.
No sabemos cómo será la salud mental de la humanidad cuando todo acabe y el desgaste acumulado caiga a plomo sobre los hombros del mundo. La vida ha cambiado de arriba abajo la escala de prioridades en todo el planeta. Cada país, el que más el que menos, ha de afrontar la resaca cuando la pandemia escampe, pero todos los países ya saben que la posguerra será igualmente pandémica (en el sentido griego de la palabra) y universal. Y desconocemos cómo será el día después. Ni siquiera podemos contar con que 2022 nos eche una mano.
La ensayista americana Michele Wucker acuñó el concepto de rinoceronte gris para grandes peligros que vemos venir pero no hacemos nada por evitar. Este es el caso.Diríase que la evolución de las civilizaciones ha estado condicionada por una pléyade de desastres naturales o causados por el hombre. En nuestras Islas, venimos de experimentar un cóctel de catástrofes a escala que bien valdría para contar la historia de la humanidad de los últimos siglos, al modo de las cartas de Plinio el Joven sobre la erupción del Vesubio y la destrucción de Pompeya. Desde una pandemia a una erupción, adobada con miles de terremotos, hemos pasado por las llamas de los fuegos forestales más tormentosos, cierto grado inquietante de pobreza y de crisis heredada de la Gran Recesión de 2008 y una innegable zafiedad política que invita poco a cerrar filas bajo el implacable auge de los extremismos más viscerales.
Lo inquietante del panorama que llevamos en las alforjas entre un año y otro es que la historia nos revela los riesgos de toda pospandemia a poco que los dirigentes no acierten en las vacunas económicas. Cualquier chispa puede hacer saltar por los aires los micromundos y macrocomunidades que la COVID ha desencadenado. Las recetas excluyentes de las campañas de inmunización, que agrandan la distancia entre el primer mundo y el resto de la humanidad, sientan un precedente que hace temer lo peor. Magnificamos las vacunas no esterilizantes y desistimos antes de tiempo de las mascarillas y otros hábitos protectores, errando en el equilibrio virtuoso de la contención de casos, con un exceso de solucionismo tecnológico. Un año de vacunas ha salvado medio millón de vidas en Europa, y Araceli, la primera inoculada en España, ha cumplido 97 años. Es cierto que esta no es la peor pandemia de la historia, ni de lejos afecta a más del 30% de la población como la peste negra en el siglo XIV. Y no será la última. Acaso aguarden desgracias más convencionales, guerras o miserias, antes de que se cumpla la temida profecía del clima. Los analistas reparan en los roces de la segunda guerra fría, la de China y EE. UU., o una eventual invasión rusa de Ucrania. Pero es 2022, y en el concierto de Año Nuevo eran de verdad esta vez los aplausos en Viena cuando sonó la mítica Marcha Radetzky, y soñamos en que un día cambie nuestra suerte. Demos al año nuevo un salutem al estilo de la época del imperio romano, cuando saludar era sinónimo de desear salud.