tribuna

UE: o hacerse mayor, o testigo ante Tucídides

El glacial amanecer en Bruselas nos conmociona con la tristísima noticia del fallecimiento de David Sassoli, presidente del Parlamento Europeo (PE), amigo personal a través de estos años intensos y tantos trabajos compartidos desde que ambos coincidimos como cabezas de lista y jefes de delegación (2009/2014) en el Grupo S&D. Los socialistas europeos rendimos tributo a este europeísta convencido y convincente, conversador cercano y entrañable, con un abrazo afectuoso a su familia. A la espera del momento de contribuir a una semblanza más detenida de su dimensión política y humana, a su memoria dedico esta tribuna europea sobre el horizonte de la integración supranacional, objeto de nuestros empeños y preocupaciones comunes.


Cuando arranca 2022, avanzados los trabajos y documentos preparatorios de la Conferencia sobre el Futuro de Europa, las preguntas existenciales en torno a ese porvenir se ramifican y se multiplican. Con todo, sigue siendo posible intentar sintetizarlas en un interrogante crucial: “¿Qué aspira la UE a ser de mayor?”.


Algunas de las variantes de esta formulación, sólo en apariencia retórica, obtienen gran atención en el espacio público -liderazgo en la transición verde frente al cambio climático, digitalización, inteligencia artificial…-; otras, sin embargo, pese a su trascendencia, tropiezan con una opinión pública cada vez más refractaria a la complejidad y a la conflictividad del mundo multipolar en el que desembocamos y, por lo tanto, propensa a desplazarlas en el tiempo… como si pudiesen permitirse el prohibitivo lujo de esperar una mejor ocasión para atreverse a acometerlas.


Es el caso de los cada vez más espinosos frentes de confrontación que, en la arena global, refrescan una y otra vez el dilema de Tucídides , historiador griego del S. V a.C que explicó la inevitabilidad de la guerra entre Esparta y Atenas, y que desde entonces ilustra la hoja de ruta del enfrentamiento inexorable entre potencias ascendentes y potencias descendentes en las pendientes abiertas de la Historia, sin que ninguna tenga claro la trayectoria ni los títulos desde los que se apresta a cada episodio de ese combate ni la posición -establecida o emergente- que en cada momento se ocupa.


Viene esto a cuento del imponente desafío que impone a la UE la urgencia de superar la escala eminentemente nacional de la política exterior y de seguridad -fijada por el tamaño y por la capacidad relativa de sus Estados miembros (EEMM)- para situarse en un estadio de capacidad global que la eleve por encima de su actual impotencia de la continuada amenaza de la irrelevancia. El actual alto representante y jefe de la diplomacia europea (Servicio Europeo de Acción Exterior, SEEA) en la Comisión Von der Leyen, el español Josep Borrell, ha sido, seguramente, el primero que ha asumido el reto costoso de desempeñar este cargo con una conciencia clara y un discurso sin tapujos ni evasivas acerca de la imperiosa necesidad de marcar la diferencia por la vía asumir riesgos -políticos y personales- para intentar que, de una vez, la UE se haga mayor y aprenda a hablar con una voz propia y reconocible en escenarios en que, de otro modo, sería ignorada sin más… pese a conflictos emplazados en la vecindad inmediata de la región continental en que viene desplegando desde hace ya 70 años su proyecto político y jurídico de integración supranacional (como es notoriamente el caso de Ucrania y de Bielorrusia con el denominador común de la agresividad de Putin en política exterior y de contención a la OTAN).


Los dos círculos concéntricos de esa integración supranacional a escala continental europea son los descritos, por un lado, por el Consejo de Europa, cuyo texto fundacional más granado es el Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH, 1950, y sucesivos Protocolos) que garantiza el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) que tiene sede en Estrasburgo, e integra a 47 EEMM; y, por el otro lado, por la UE cuyo Derecho (con su cúspide en el Tratado de Lisboa y la Carta de Derechos Fundamentales de la UE, en vigor desde 2009) se reviste de primacía, eficacia directa e interpretación uniforme garantizada en última instancia por el TJUE de Luxemburgo, e integra a 27 EEMM (todos los cuales forman parte del Consejo de Europa).


Durante sus mejores décadas, el prestigio de una y otra organizaciones descansó, en muy buena medida, en la aseguración de la paz, en un continente muchas veces devastado por la guerra en conflagraciones innúmeras cuyo balance de muertes y devastación creció de manera pavorosa en el Olvidado Siglo XX que describió Tony Judt: no en vano, Los cuatro jinetes del Apocalipsis es el sugestivo título de la inmortal novela del gran Vicente Blasco Ibáñez sobre la Gran Guerra Europea (IWW, 1914/1918) que causó 15 millones de muertos… ¡parte de bajas multiplicado por cuatro, hasta 60 millones, tan sólo 20 años después en la II Guerra Mundial (1939/1945)!


La idea básica -y la más potente- de la integración supranacional regida por el Derecho consistía, ahí es nada, en proscribir definitivamente la guerra como instrumento práctico de resolución de disputas en el continente europeo…Y pareció funcionar durante los mejores años de la construcción europea. Así fue, efectivamente, hasta que vimos una Guerra entre Georgia y Rusia (2008, ¡ambos EEMM del Consejo de Europa!); y luego una guerra entre Armenia y Azerbaján (2020, ¡ambos EEMM del Consejo de Europa!); hasta abismarnos ahora -¡por segunda vez consecutiva en el curso de los últimos años!- a un conflicto reabierto entre Rusia y Ucrania (2017 y 2021 ¡ambos EEMM del Consejo de Europa!).


La estremecedora secuencia descrita por estas contiendas -y su amenaza de empeorar más allá de lo temible y hasta de lo imaginable- viene a recordarnos no sólo la fragilidad de aquella paz que creíamos que era sólida, sino también la carencia de una UE capaz de hablar y actuar con una voz dirimente ante cualquier eventualidad o ante cualesquiera tensiones abruptamente desatadas en nuestras fronteras inmediatas. Ni que decir tiene hasta qué punto la UE arriesga su propia inanidad si el conflicto se localiza en un espacio geográfico en apariencia menos inmediato -como ese que puede enfrentar a EE.UU. y China a propósito de Taiwán-, aunque sea cada día más cierto y evidente que ya nada puede ser considerado suficientemente distante ni remoto en la globalización.


Es cierto que el trasfondo común de los episodios bélicos descritos en suelo europeo pone de manifiesto un síndrome en que se entremezclan ingenuidad, wishful thingking y realismo sucio por parte del Consejo de Europa (y por extensión, de la UE), al haber acogido como EEMM de pleno Derecho a países con nula tradición democrática y larga sujeción a la férula férrea y corrupta de la antigua Unión Soviética, cuya reivindicación cada vez más desacomplejada por la Rusia de Putin plantea retos estratégicos hace tiempo ineludibles, y cada vez más apremiantes.


Como preconiza el High Rep J. Borrell, la UE debe con urgencia desarrollar personalidad y voz propia, pero sobre todo instrumentos de prevención de conflictos, mediación, y, en su caso, intervención rápida, con una capacidad militar que supere la escala fragmentaria -ergo insuficiente, cuando no raquítica- de las FFAA y Ejércitos nacionales de sus EEMM (y cuyas limitaciones venimos experimentando). De lo contrario, quienes se sientan jugadores en el ajedrez de Tucídides acabarán decidiendo sobre el destino y la suerte del continente europeo… sin que la organización que encarna su proclamada ambición de relevancia global haya sido oída en el trámite, o incluso sin que tan siquiera haya sido convocada a la conversación.

*Eurodiputado socialista y presidente de la Comisión de Libertades, Justicia e Interior del Parlamento Europeo

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