Este mes se librará la batalla más importante de la pandemia. Dado el desequilibrio de fuerzas demostrado hasta la actualidad, en una guerra que dura dos años y ha pasado por todas las fases de un enfrentamiento bélico, desde el cuerpo a cuerpo a las artes más sofisticadas del bagaje de vacunas, todas las previsiones de un armisticio pasan por el debilitamiento del virus en su más fogosa versión, la de la variante ómicron, que habría sido la traca final.
Esta es la percepción de los principales analistas del mundo. La pandemia estaría a las puertas de convertirse en endemia, una enfermedad crónica y tolerable, abocada a repuntes estacionales con los que convivir en adelante como gripes y catarros, que amenazan la salud pero se vuelven males domésticos que no paralizan las economías, apenas provocan tasas considerables de absentismo laboral y en absoluto obligan a aplicar confinamientos.
Un buen amigo epidemiólogo de larga travesía me matizaba algunas expectativas de esta euforia de la ciencia y la política que recorre el primer mundo desde que, a finales de año, la OMS lanzó un vaticinio universal de que la pandemia tocará a su fin en 2022. De inmediato, se supo que ómicron había alcanzado su pico en su estado natal, Sudáfrica, y comenzaba a caer por el tobogán. Otros cuatro coronavirus antes siguieron el mismo camino, hasta desembocar en catarros invernales con efectos severos solo esporádicamente.
Pero, ojo, los buenismos teóricos sobre la COVID en 2022 chocan con las veces que antes se lanzaron las campanas al vuelo y las profecías salieron ranas. Al socaire de las vacunas decretamos la suspensión de mascarillas en la calle y hemos tenido que dar marcha atrás con el rabo entre las piernas. Aceptemos que no habrá debelación de la COVID, no claudicará.
Hace un año (enero de 2021, exactamente) la revista Science, venerada por su fiabilidad científica, hizo un pronóstico más prudente y razonable. El coronavirus SARS-CoV-2 derivará en una versión atenuada y conciliable con la vida laboral en un periodo que oscilaría entre uno y 10 años. Aún no habían brotado las cepas multicontagiosas y comenzaba tímidamente la primera campaña de vacunación. Hoy sabemos, al año del primer pinchazo, que el reparto de los sueros ha sido un desastre mundial; mientras Europa fluctúa entre el 60 y el 90 por ciento de inmunidad, Sudáfrica no llega al 30 por ciento y fue el caldo de cultivo de ómicron, la variante que ha arruinado las Navidades en Europa y ha vuelto a asestar un golpe mortal al sector turístico, que era el motor de la economía cotidiana en occidente.
Seguramente, ávidos de hallar la famosa luz al final del túnel, se agitan los oráculos con tal de que no se resienta la economía. La única manera de aceptar que esta vez no haya casi cuarentenas para los contactos estrechos (en Reino Unido, las bajas por COVID colapsan la marcha de las empresas) es alentar la idea de la inmunidad natural de rebaño, como pretendió sin éxito al principio Suecia (entonces el virus era letal de necesidad y no había vacunas) y como ahora está haciendo Israel. De ahí se ha pasado a la predicción de Ghebreyesus (OMS) de que todo se acaba este año y al augurio de los más optimistas en España de que en dos semanas ómicron comenzará a ser historia.
Antes de cerrar esta columna (y una vez desmentida la novedad israelí de la flurona, pues infecciones del virus y la gripe eran ya conocidas en España), aflora en Marsella una nueva variante camerunesa con 46 mutaciones nada menos. Bueno será para no tropezar dos veces en la misma piedra que nuestras autoridades locales y nacionales afinen el tiro en la vacunación de los grupos etarios con mayor déficit y en la dosis de refuerzo. Hemos perdido eficacia inmunitaria, desbordados por la presión asistencial de esta sexta ola. Y después de las fiestas de marras recogeremos la zafra de COVID correspondiente. De lo cual no nos libra ni estas campanadas ni aquellas.